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EL Efecto Placebo
Ha subido a la palestra el término efecto placebo para significar eso que ya se ha tenido que aceptar como una verdad experimental, dada su consistente repetición en las pruebas doble ciegas de medicamentos. El efecto consiste simplemente en que el agua destilada, el suero fisiológico o el polvito azucarado han curado pacientes que creían estar tomando alguna droga milagrosa. Yo no soy de los que cree en los psíquicos o lo sobrenatural, pero las experiencias personales que a continuación narro me han convencido del poder de la mente sobre el cuerpo.
Cuando era profesor de la Escuela de Física de la Universidad de la Habana tuve un alumno que era un impresionante hipnotizador, Sergio Insua, había estudiado ese arte con una comunidad en Cuba de descendencia hindú que profesaban el Yoga. Pues Insua hacía demostraciones increíbles, inducía catalepsias, anestesiaba, sugestionaba a sujetos a adoptar otras personalidades y lo vi hasta hipnotizar gallos. Hacía también hipnosis colectivas a nivel de teatro, en un acto de bienvenida a estudiantes de nuevo ingreso, desde el escenario le pidió los presentes que unieran sus manos y les dijo que éstas se les habían pegado tan fuertemente que estaban prácticamente fundidas la una con la otra. Entonces retaba a que separan las manos y comenzaban a oírse gritos de terror de aquellos que no lograban separarlas. Calculo que eso les pasó a más de 20 personas en un auditorio de unas 150.
Yo no estuve entre aquellos que se le pegaron las manos, no era de los fácilmente sugestionables, cosa que lamentaba, puesto que a otros más susceptibles a sus prácticas, lograban beneficios. Especialmente me interesó lo que hizo con otro alumno al que hipnotizó de manera que cuando éste fuera al dentista, cayera en trance y no sintiera nada ya que estaría en el cine viendo otra vez una película de sus favoritas. Contó este alumno del éxito de la experiencia, incluso detalles de dicha película (Gunfight at OK Corral) que había visto en su niñez. Ir al dentista siempre me resultó traumático, por lo que traté inútilmente de que hiciera lo mismo conmigo, pero a mi no lograba ni pegarme los dedos aun con mi ferviente y total cooperación. Sirva esto para subrayar que soy de las personas menos dadas a beneficiarse de un efecto placebo, sin embargo la siguente anécdota me ocurrio unos años antes, cuando aun era estudiante.
Un mal día un esfuerzo me provoca lo que después supe que fue un neumotórax espontáneo. Consiste esto en que el pulmón como que "se poncha" dejando escapar aire que se aloja entre la pleura, que es la membrana que envuelve al pulmón y el pulmón que se desinfla. Pensé que se trataba de un dolor muscular y lo traté de remediar con ejercicios y contorsiones lo que provocó que más y más aire escapara reduciendo el pulmón derecho a nada. Resulta que cuando después de varias horas de haber ocurrido esto, voy al médico de guardia en hospital Ramón González Coro o lo que era antes de la revolución la clínica del Sagrado Corazón. Este diagnostica correctamente el neumotórax y decide dejarme ingresado. Donde se equivocó este galeno fue al insistir en ponerme una duralgina para aliviar el dolor que a esas alturas ya se me había pasado y por tanto no me hacía falta. Pero parece que era parte de lo que está indicado en estos casos y no pude librarme de esa inyección. Parece que fue la enfermera que no haló el émbolo de la jeringuilla, como debe hacerse para verificar el no haber adivinado un vaso, y parte de la inyección fue a parar a alguna venita. Esto provocó un inmediato súper descenso de presión, casi que un paro cardio-respiratorio del que hubo que sacarme con coramina en vena. El médico de guardia anotó en mi hoja clínica que era “alérgico a la duralgina”... falso porque me no habían sido pocas las duralginas que ya me había tomado en la vida.
Llevaba una semana ingresado en el sanatorio “La Esperanza” (al que por supuesto ya también le habían cambiado el nombre para Julio Trigo) y cuando, después de una semana, se constató que el neumotórax era demasiado grande y no cedía, decidieron operarme. A esta operación la llaman pleurotomía y es de las muy dolorosas. Consiste en abrir al paciente un hueco al costado y meterle por ahí una manguera con un diámetro externo de unos ¾ de pulgada que conectan primero a una bomba de vacío y después a una trampa de agua. Esa noche en la sala de postoperatorio estaba en un grito, esa manguera adentro de tu cuerpo alojada entre la pleura y el pulmón no es nada diferente a tener metido un chuchillo. No me habían podido poner un calmante para el dolor, pues mi hoja clínica decía que era “alérgico a la duralgina”.
Estaba al frente de aquella sala un enfermero al que llamaban Pepe, maricón por más señas, al que inútilmente le explicaba que esa alergia era un cuento de aquel médico guardia para no decir que su enfermera me había puesto una duralgina en vena. En una de mis repetidas imploraciones, el enfermero se compadece y accede, se retira y vuelve con una jeringuilla con la que me inyecta y me asegura que ahora sí que iba a dormir plácidamente porque lo que me estaba poniendo era como un martillo. No tardé en empezar a aliviarme y en pocos minutos estaba durmiendo como un gatico.
Al otro día, cuando me despierto, ya Pepe el enfermero no estaba, lo había relevado una enfermera mulatica, de tan buen ver que rivalizaría con las de esas series televisivas de hospitales y que en otras circunstancias obviamente la hubiera preferido a Pepe, pero no en aquella. El dolor ya me asomaba de nuevo y le pedí a su monumentalidad que por favor me pusiera otro calmante. Esta revisa mis papeles y de nuevo me sale con el aquello de que no puede por lo de mi alergia. Le digo que me pusiera lo mismo que el enfermero me había puesto la noche anterior, que no me había hecho daño ninguno. La enfermera volvió a leer mi tablilla y se no tardó en empezar a reír… lo que te puso Pepe fueron dos c/c de agua destilada…ja, ja, ja. Con la misma se alejó dejándome a solas con aquel dolor de cuchillo enterrado que me regresó de golpe.