Aquel Cambio de Aceite

Por Armando Rodriguez

En Cuba eso de dejar el carro para que le den mantenimiento y recogerlo más tarde es impensable. Cualquier servicio al que usted tuviera que llevar el carro conllevaba al riesgo de que le sacaran las piezas buenas y le pusieran otras viejas; que no hicieran el trabajo o que lo dejaran a medias. Por esto, aquellos pocos privilegiados cubanos que tenían un vehículo propio o en usufructo, lo acompañaban y no le quitaban el ojo a su carro durante el proceso.

Una planta de engrase en Cuba no tenía nada que ver con una del primer mundo.  Aquél que acompañaba a su carro debía cuidar también que su ropa no fuera a rozar con nada allí o que hiciera contacto con parte alguna del cuerpo de algún mecánico, ya que esto le hubiera dejado una mancha  negra indeleble.  Cuando los cubanos, en alguna película americana, veían alguna escena que mostrara un taller o estación de servicio donde todo se veía limpio… creían que eso no era más que escenografía, un “paquete” de película más.  Veían eso como algo tan inverosímil como las aventuras de los superhéroes.

Gracias a un vínculo familiar yo me había hecho de un vehículo a mediado de los 70, un Desoto del 1956.  Anterior a éste, había tenido a mi disposición un Peugeot del 1959 propiedad de mi madre, al que le debo mi carrera, ya que sin él nunca hubiera podido terminar Física en la Universidad de La Habana, por  estar destacado en lejanas unidades militares.  Dicho sea de paso, este Peugeot, carro ligero y de una chapa delgada, se lo devoró el salitre de la costa norte de la provincia de la Habana y muy particularmente, el de ese pedazo de litoral que estaba a un par de cuadras del edificio donde se parqueaba.

El Desoto… eso era un tanque de guerra comparado con el Peugeot.  No obstante, mi experiencia con este último me había dejado sicótico con la herrumbre.  Recién adquirido, antes de comenzar a disfrutar del alivio del transporte público cubano que el Desoto representaba, tuve que hacerle una chapistería profunda; asientos, vestiduras… todo para afuera;  parche o lija a cualquier atisbo de óxido y  finalmente, protegerlo con el anti-óxido rojo con que se pintaban los barcos, el que pude conseguir por oscuras vías gracias a contactos en la marina mercante.  Un mes de arduo trabajo más tarde fue pintado y comencé su explotación con el consiguiente y ya mencionado alivio.

La oxidación de la chapa de los carros en Cuba se produce de adentro hacia afuera, por moverse sobre la calle mojada por la lluvia o mucho peor, sobre el agua salada que desborda el malecón habanero al romper de las olas.  El fango mojado y salado se logra depositar hasta en los más recónditos rincones de la carrocería.  La única defensa contra esto es el fregado a presión por debajo, que es un servicio que se daba en las mismas plantas de engrase.  En mi sicosis anti-herrumbre yo solía revisar muy cuidadosamente ese fregado, aprovechando para esto el tiempo en que el carro estaba aun levantado en la planta mientras el mecánico engrasaba y vaciaba el carter de aceite viejo.

En los garajes de poca monta el aceite viejo se vaciaba en alguna cubeta que después se vertía en tanques de 55 galones, los que en algún momento se recogían para llevarlos a no tengo idea qué lugar. Aquel garaje de 17 y L en el Vedado, ese era un garaje más fino, de los últimos construidos antes de la revolución, y contaba con adelantos no comunes entre los demás de la ciudad.  Uno de tales adelantos era el de contar con un tanque soterrado para vaciar el aceite… nada de palanganas, ni cubitos.  El mecánico ponía un embudo con una manguera que conducía el aceite al tanque.  Con el tiempo ese embudo desapareció y el engrasador se limitaba a abrir una compuerta en el piso y dejaba caer el chorrito de aceite del carter directamente al tanque.

Pues era ese el garaje al que yo llevaba mi Desoto, no era por sus adelantos sino porque estaba meramente a una cuadra del Edificio FOCSA donde vivía.  Fue en aquella ocasión que, inconsciente del ridículo que me acechaba, llevé el Desoto a su más o menos periódico mantenimiento.  Una vez más lo levantaron en la planta, una vez más lo fregaron a presión y una vez más inspeccioné aquel fregado. Caminaba debajo del carro mirando muy cuidadosamente cada rincón de la carrocería cuando aquella compuerta recién abierta donde acababa de caer la última gota de aceite… me tragó!!!.

El tanque subterráneo era lo suficientemente profundo para cubrirme por completo, pero en mi caída toqué fondo y salté desesperado en busca de aire, logrando adivinar de nuevo la compuerta.  Logré asirme al borde y con la ayuda de aquel engrasador, aun lívido ante el inconcebible suceso, pude salir.  Eso nunca antes  había sucedido allí y no creo que volviera a suceder jamás.  Nunca más se volvería a ver a alguien chorreando aceite negro transitar por las calles del Vedado; nunca más entró alguien en el lobby del FOCSA cual zombi de regreso, ni jamás un elevador llevó semejante pasajero. Iba dejando mi rastro grasiento pero la gente, en su estupor, no atinaba ni a protestar por el embarre.  A los habitantes de mi apartamento, que ya poco le faltaba por ver, no sabían ni por dónde empezar a preguntar.

Años después, cuando la televisión mostraba imágenes de aquellas infelices aves embadurnadas de aceite después del gran derrame de petróleo en el Golfo de México, mi empatía debe haber sido la más auténtica…¿Quién sino yo? podía, con propiedad decir… “yo sé por la que están pasando”…