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Nelson

Por Armando Rodríguez

No… no se trata del Almirante Nelson sino de aquel atorrante que me eché de compinche en los años finales de mi infancia, alrededor de 1957.  Nelson vivía en el apartamento 20-C del edificio FOCSA, con sus padres y una hermana mayor llamada Verena.  Ésta era una señorita de muy buen ver, rubia y de ojos azules como él; contaba con no pocos admiradores entre el grupo de los mayorcitos de aquel enorme edificio. Uno de los pasatiempos favoritos de Nelson era descocar a aquellos que sabía Verena traía babeados, describiendo las beldades de su hermana cuando se desnudaba para cambiarse de ropa o darse una ducha; recomendaba la mejor ventana y hora para su rescabucheo, así como la ropa interior que tenía puesta o cualquier otra intimidad con que excitar a aquellos infelices.

Por aquella época, alguien me había regalado un ratón blanco al que había bautizado con el nombre de Einstein. En aquel tiempo experimentaba con la electricidad. De un viejo radio había extraído su transformador de audio y había descubierto que conectando y desconectando una batería al enrollado primario se producía una fuerte descarga en el secundario.  Nelson vio como compartía con Einstein los corrientasos de mis experimentos y se le ocurrió que éste podía ayudarlo también en los suyos. Me pidió prestado a Einstein para llevarlo a su casa alegando que era para asustar a su hermana.  Siendo ésta una víctima habitual de sus diabólicas ideas, no sospeché trastienda y accedí al préstamo.  No se me ocurrió conectar su petición con sus harto conocidos experimentos gravitatorios;  ya a Nelson le quedaban pocas cosas por tirar del balcón de su apartamento en el piso 20.  Conversaba frente a la piscina cuando oigo un lejano grito… Maaandyyyy, ahí te va Einsteiiiin!  Miré hacia arriba a tiempo para ver como Nelson lanzaba al vacío su proyecto de paracaídas.  Consistía este en un pañuelo de seda del que pendía una cápsula de plástico transparente en la que acomodó a Einstein.  Por suerte, el paracaídas no abrió completamente y la cápsula logró caer en la yerba del jardín, a poca distancia de la piscina, donde pude recuperar ileso a Einstein.  De haber abierto bien aquel paracaídas, las fuertes corrientes de aire que se arremolinaban frente a aquel enorme edificio en forma de parabán, le hubieran cambiado el nombre a mi ratón por el de Matías Pérez.

En el FOCSA había una tropa de “boy scouts” que había sido organizada por la iglesia de San Juan de Letrán, cercana al FOCSA, con la entusiasta colaboración de Manuel, joven de unos 20 años y vecino del edificio, que fungía como jefe de aquella tropa.  Estas tropas de “scouts” se organizaban en patrullas con nombres de animales, por ejemplo, la mía era la patrulla Lobo y quizás, gracias a que Nelson no pertenecía a ella, llegué a ser su Guía.  Las tropas de “scouts” tenían un guía mayor, el de la nuestra era Garzón, quien ostentaba la altísima distinción entre los “boy scouts” de ser Caballero Scout.  Garzón era algo mayorcito que nosotros, tendría unos 16 años y no vivía en el FOCSA, pero atendía a un seminario en la mencionada iglesia.  Esto lo animaba a actuar como si ya fuera cura y se las pasaba arrancándole confesiones relativas a la incipiente sexualidad de sus subalternos.  Garzón predicaba, con aire grave y solemne, que la masturbación era un pecado mortal.  Este asunto, posiblemente la causa más frecuente de sus penitencias en el confesionario, era aun asignatura de postgrado para el grupo al que dirigía sus prédicas.  Fue por Garzón que Nelson se enteró del particular y le bastó saber que estaba prohibido para proceder a ensayarlo.  Así llegamos a tener, por un lado a un Garzón abanderado de la castidad y por otro, a un Nelson convertido en activista de esa práctica.  Garzón se persignaba cuando oía al impío Nelson alardear de las veces que lograba hacerlo al día o retar a ver quien hacía el mejor tiempo.

Ya los mayorcitos del grupo empezaban con eso de las “novias” y Nelson, por aquello de no ser menos, hizo por mimetizarlos sin tener la más peregrina idea de cómo se conseguía una.  Redujo el proceso al de escoger una víctima del sexo opuesto y le tocó a Tamarita… una gordita pelirroja con pecas que montaba bicicleta con nosotros y a veces jugaba a los escondidos.  Allá le fue Nelson con la propuesta que Tamarita respondió inequívocamente con un empujón. Temprano a la mañana siguiente Nelson viene a buscarme para ir a jugar, nada fuera de lo acostumbrado y como primera actividad me propone aquello, siempre divertido, de tocar un timbre y correr.  Aun sin imaginar la venganza que Nelson planeaba, tomamos el elevador y paramos en un piso, la travesura común solía consistir en que uno aguantaba el elevador de la fuga mientras el otro tocaba el timbre. Nelson pidió ser el que tocara el timbre y también escogió el piso para la acción, que resultó ser… el de Tamarita.  Esta vez Nelson introdujo una variante y antes de tocar el timbre se bajó los pantalones para depositar una pestilente ofrenda en la puerta.  No demoró Tamarita en conectar el depósito con la reciente proposición de Nelson y cuando se asomó al balcón y lo vio jugando conmigo alrededor de la piscina, ya no le quedó duda alguna.  Sus irritados padres llamaron a la administración del edificio, pero no pudiendo creer que la ofrenda fuera producto de una deposición directa, pensaron que era la de un perro y que ésta había sido recogida del jardín para después dejarla en la puerta de su apartamento.  En su queja apuntaron a un sospechoso… ese vándalo pretendiente de su hija que respondía al nombre de Nelson y que acababan de ver deambulando alrededor de la piscina.  El administrador  ordenó a su guardia jurado que procediera de inmediato a nuestra captura, lo que no le fue difícil, ya que no asociamos el acercamiento de éste con la reciente fechoría, esa que yo ni siquiera conocía en su integridad.  El guardia nos tomó por el cuello de la camisa y nos condujo a los elevadores para llevarnos ante nuestros padres con la mencionada acusación.  El guardia, con un muchacho en cada mano, logra tocar la puerta de mi apartamento con el pie.  Mi madre, extrañada ya con el extraño toque, logra ver por el visor el patético cuadro. Este guardia jurado era hombre de pocas luces, pero aun de menos vocabulario y ante la pregunta obvia de mi madre le responde –¡Estoj muchachoj cogen podqueriaj en el jaddín y laj ponen en las puedtas!-. Mi madre, que como era obvio, nada entendió de semejante explicación, ya dirigiéndose a mí, me pregunta - ¿Qué porquerías son esas? – El guardia casi la interrumpe con su aclaración –“¡Miedda, miedda!” y esto quedaría para siempre como un leitmotiv recurrente en las tertulias hogareñas.

No convencida de mi inocencia en la afrenta y además, considerando que sólo eso de tocar el timbre y huir era un juego bien pesado, me impuso inmediatamente el castigo de permanecer por tiempo indefinido dentro de los confines de mi apartamento.  Al poco rato vuelven a tocar a la puerta… era Nelson y mi madre que le abre le pregunta -¿Y a ti no te tienen castigado? A lo que Nelson responde – ¡Pues claro! Cuando me porto mal me botan de la casa…  ¿puedo almorzar aquí? …