Los que se Fueron
Suele
decirse que más de la
quinta parte de la población de Cuba vive fuera del país.
El cálculo de esa fracción no es
sencillo, puesto que la población de Cuba ha ido aumentando y la gente se ha
seguido yendo. Muchos de los que se han
ido ya no figuran como nacidos en Cuba sino en la parte del planeta a donde sus
padres hayan ido a dar, en fin que nadie se atreve a dar una cifra demasiado
oficial. No obstante, el estimado parece
razonable.
La
retórica comunista calificaba de burgueses y terratenientes a los que se iban de
Cuba, pero el espectro de estos tenía necesariamente que ser más amplio… ni el
más próspero de los países ha tenido semejante proporción de acaudalados.
Incluso en sus comienzos, además de empresarios, colonos y gerentes de
compañías foráneas, que son los que propiamente pudieran haber calificado como
tales, aquel éxodo primario incluyó a
profesionales, artistas, empleados de oficinas y hasta simples obreros.
Ya más adelante, el perfil siguió ampliándose hasta el punto de que
cualquiera,
de cualquier capa social, raza o etnia, se iba sin más.
El éxodo de los cubanos de una forma u
otra le marcó la vida a todos los de mi generación, tanto a los que se fueron
como a los que se quedaron.
Durante
algo más de treinta años fui de los que se quedaron y ya hace más de veinte que
estoy entre los que se fueron. Aquí van
ocho cuentos de esas dos vidas.
Llegó la Revolución y pasados los primeros meses de euforia, el nuevo régimen empezó a limitar libertades, quitar los negocios a sus dueños o afectar las actividades profesionales de los propietarios del FOCSA… comenzó el éxodo.
Mi familia fue de las que más tiempo se mantuvo apoyando a la Revolución y en mi casa oía saludar las primeras leyes revolucionarias como La Reforma Agraria y La Reforma Urbana. Fuera de mi casa, aunque la desafección de sus padres a la Revolución se transparentaba en nuestras conversaciones infantiles, los niños aprendieron a guardar el secreto de los planes familiares. Por eso resultaba sorpresivo cuando alguno de ellos desaparecía… La familia se había ido, se comentaría después a sotto voce.
Había algo peculiar en aquellas desapariciones, no era igual a las que ocurrían
cuando uno se mudaba o alguien se cambiaba de escuela, en esas siempre quedaba
la posibilidad formal de un reencuentro, aunque este nunca llegara a producirse.
Estas desapariciones tenían sabor a muerte;
al que se iba nunca más se le vería o se sabría de él.
La sensación era como la de un rebaño de ovejas que iba siendo poco a
poco diezmado por los lobos. No había
diferencia práctica alguna entre el que se iba y el que se moría.
Así iba,
de a poco, hasta que ya en 1961 me fui a alfabetizar en aquellas Brigadas
Conrado Benítez. A mi regreso ya no
encontré a casi ninguno de mis antiguos vecinos y como las escuelas privadas de
enseñanza secundaria habían desaparecido durante mi ausencia, de un tirón
desaparecieron también todos mis compañeros de escuela, salvo Wichi (Luis
Xudiera) que estaba alfabetizando junto conmigo.
Los lobos habían devorado el rebaño y entre los devorados estaba mi
padre, que a mi regreso ya no estaría más. Los
lobos no sólo devoraban familias completas, muchas fueron devoradas parcialmente
como le pasó a la mía.
Pudiera pensarse que a los devorados, el trasplante les proporcionó similares sensaciones. Se montaban en un avión y todo lo que dejaban atrás desaparecía; familiares, amigos, propiedades… todo. Lo hacían pensando en que la Revolución no duraría y que pronto regresarían, y esto se lo transmitían a sus hijos. A los que nos quedamos, nos decían que la Revolución estaba ahí para quedarse, y esas separaciones las veíamos como definitivas.
La
comunicación con los que se iban era casi imposible de mantener en la práctica.
Por un lado estaba lo caro y difícil de una llamada telefónica y por
otro, el correo demoraba meses y ni los más simpatizantes de la Revolución
creían en su privacidad. Pero por si esto
no fuera suficiente, desde bien temprano,
a los que se quedaban se les hizo saber que estaba veladamente prohibido eso de
mantener relaciones, no importa cuán precarias, con familiares o amigos en el
extranjero. Durante décadas, la pregunta
sobre estas posibles relaciones figuró en cuanta planilla había que llenar para
poder aspirar a cualquier plaza laboral o docente.
Aceptar que se mantenía algún tipo de comunicación con los que
abandonaban el país era un impedimento para cualquier cargo de dirección o la
militancia en el Partido, así como causa de separación si llegara a saberse.
Dicen
que nadie se olvida de su primer beso y yo no soy la excepción, pero mi caso
pudiera no servir para corroborar la estadística…
Aquel beso, pudiera ser hasta técnicamente dudoso contarlo como tal, ya
que en el estuvieron ausentes el amplio intercambio de fluidos normalmente
asociados a esa acción. Fue en la
boca, pero como uno de los que se dan en la mejilla, un poco más prolongado,
quizá, pero ni tanto. María Eugenia
Puebla, ese era el nombre de aquella primera “novia”.
Sí, porque en nuestro lenguaje no existían mejores términos, como en
inglés que está el de “date” o el de “girl-friend”, que calificarían mejor
aquellas relaciones entre adolescentes de 13 años, pero era “novia” el término
que usábamos, mimetizando quizá a ese grupo de los mayorcitos, al que
aspirábamos, pero que por “fiñes”, no calificábamos.
El
escenario fue dentro del extraño microclima del jardín del Edificio FOCSA.
Eran tantos los apartamentos de aquel
edificio, que según mi madre, tenía esa magia del parque de los pueblos
chiquitos, aun cuando estaba en el medio de La Habana.
Había por eso, un grupo enorme de muchachos y todos nos conocíamos. Vivía
en ese edificio desde 1957 y ya llevaba dos años conviviendo con aquel grupo de
fiñes que se asomaba a la adolescencia. Con tanto muchacho, todos los días había
una fiesta y si no, tan sólo bajar a aquel jardín era una fiesta.
Volviendo al tema del beso, yo iba tanto física como emocionalmente atrasado
respecto al resto y eso no me hacía especialmente atractivo a aquellas
muchachitas que me enloquecían. Me
gustaba especialmente una niña llamada Silvia Meso, pero ésta desarrolló rápido
como flor en primavera y ya ni me dignaba con su mirada.
Posiblemente María Eugenia también tenía puestos sus ojos en algo mejor,
pero aquella noche encantada parece que era yo lo único disponible y se transó
por experimentar conmigo.
El
“noviazgo” no duró para siquiera ser de general conocimiento.
A los pocos días María Eugenia se
aburrió, quizá de que aquello no pasara de esos tontos besitos …
y me botó.
No obstante, sin que pudiéramos evitarlo, ya éramos algo especial uno del
otro.
En enero
de 1959 llega la Revolución y no tardó en empezar a romperse el encanto de aquel
jardín. Mis amiguitos empezaron a
desaparecer, unos porque se iban del país con sus familias y otros, como Tony mi
vecino de los bajos, cuyo padre era oficial del ejército constitucional (al que
rápidamente aprendimos a decirle el ejército de Batista), quien apenas quería
salir de su apartamento. Aquel grupo
de niños y adolescentes imbuidos del
fervor de aquellos primeros días de revolución, sometían al aislamiento a
aquellos que podían asociarse a lo “batistiano”, como el pobre Tony.
Hoy me alegro de no haberme sumado a aquello; Tony subía a mi apartamento
por la escalera de atrás para no cruzarse
con nadie cuando venía a jugar conmigo.
El papá
de María Eugenia, Emilio Puebla, era oficial de la Marina de Guerra.
La marina no era un cuerpo represivo y por ser quizá más técnico, no fue
disuelto de inmediato como le pasó al ejército.
Esto quizá explique por qué María
Eugenia no sufrió el mismo aislamiento que Tony en los primeros meses.
No obstante, el 30 de Abril de ese mismo
año el Che Guevara fusiló a su papá después de unos breves días de detención en
La Cabaña. Cuando María Eugenia
volvió al grupo después del fusilamiento de su padre no recibió el pésame o la
solidaridad de sus antiguos amigos.
Cuando regresaba de ese primer “repudio” a su apartamento, me crucé con ella que
entraba al elevador del que yo salía, me miró, y en mi cara, que debió haber
reflejado total confusión, vio algo que puso en la de ella una que me decía “¿y
tú también?” …
Ya en 1962, de los antiguos propietarios de FOCSA sólo quedaba un vestigio del que yo era parte. El gobierno utilizó los apartamentos confiscados a los que se fueron para dárselos a vivir a algunos familiares y amigos de los personeros del régimen, pero los utilizaron también para albergar a todo un aluvión de profesionales de izquierda latinoamericanos que vinieron a unirse al carro de la Revolución. En ese nuevo medio hice nuevas amistades entre las que figuraban peruanos, mejicanos, colombianos, argentinos, venezolanos y hasta recuerdo a Michael, que era canadiense.
Nancy,
la venezolana, fue mi primera noviecita en durar más de una semana.
Vino a Cuba con su tío,
Gabriel Bracho Montiel, humorista de profesión, que llegó para dirigir
aquel semanario que llamaron Palante y que sustituiría al Zigzag, cerrado
recientemente, marcando con esto el fin de la prensa satírica cubana.
No existe tal cosa como la sátira a favor, de manera que el Palante no le
hacía gracia ni a los que apoyaban a la Revolución.
El señor Bracho era aun menos simpático
que su periódico y su hermana, la mamá de Nancy, a la que mi madre una vez
apodara “Aspirina”, por tener la expresión permanente de estarse tragando una
sin agua, era aun más densa que él.
Nancy era alta, rubia de pelo lacio, ojos claros y piel tostada;
el conjunto llamaba la atención… pero
tenía ese toque denso de la familia y tanto me habló de Venezuela, el joropo, la
arepa, el liquiliqui, el arpa
llanera, el carajo y la vela, que se me hizo insoportable.
Hasta ahora siempre era a mí al que botaban, por lo que no sabía cómo era
que se hacía eso y andaba por ahí huyéndole hasta que al fin logré que me
botara.
Al
economista mejicano Juan Noyola le dieron uno de los apartamentos grandes
para que se instalara en Cuba con toda su familia.
Parte de esa familia era Jorge, un
muchacho alto y espigado que jugaba baloncesto con nosotros en el Jardín.
Locuaz y desenvuelto, hizo furor entre
las muchachas del edificio. Noyola
se mató en aquel accidente de aviación en Noviembre de
1962, pero su familia o al menos parte de ella, en la que figuraba Jorge,
permaneció ahí y en Abril del siguiente año, al igual que yo, se enroló en la
aventura de las Tropas Coheteriles Anti-Aéreas, las TCAA.
La gorilada demoró mes y medio en darse
cuenta de que Jorge no era cubano y cuando lo averiguó, procedió a sacarlo
aparatosamente de aquella escuela militar. Un
“ yipi “ (así le decían a los todo-terreno militares) frenó con violencia frente
a su barraca, de él saltaron varios sujetos armados y se lo llevaron como si
hubieran arrestado a un peligroso espía.
De Perú
llegaron los Proaños, no recuerdo o quizá nunca supe a que se dedicaba el cabeza
de familia, si sé que aportaron tres muchachos al grupo de jovencitos que
repoblaban el Jardín después del diezmo.
Eran todos de una tez oscura; Leo,
el hermano mayor y dos hermanas, todos con muy poca diferencia de edades.
Los nombres de las hermanas no los recuerdo.
No eran ellas especialmente atractivas, pero tampoco feas.
No obstante, aunque hubieran sido
divinidades griegas, la constante vigilancia de Leo les hubiera espantado
cualquier posible pretendiente. Leo
era fuerte y atlético; lograba derrotarme
en baloncesto, pelota, bicicleta, natación y en cualquier otro deporte que se me
ocurriera practicar. No tardó en
convertirse en el “bully” del grupo.
Gustaba de alardear de su condición de “Alpha–Macho” al golpear con la mano
abierta por detrás de la cabeza a aquél que se le fuera una mala palabra que a
sus hermanas pudiera llegarle a los oidos.
A ese golpe se le llamaba “yity” y no dolía tanto como lo que humillaba.
Ver aquello me enfurecía, pero nunca intervine en favor de los
humillados. Siempre evité su ira fácil,
hasta que una vez me tocó el yity a mí y seguido de una descarga de adrenalina,
en acto totalmente irreflexivo y rayano en lo suicida le asesté un inesperado
piñazo. Acto seguido fue como si me
cayera un aguacero de golpes. Contra
los primeros pude cubrirme subiendo la guardia, pero contundentes conexiones al
cuerpo no tardaron en dejarme indefenso.
Fueron sus mismas hermanas las que me lo quitaron de arriba antes de que
me matara. Como son las peleas a esa
edad, no tardamos en estar jugando baloncesto otra vez. Aun cuando en aquel tope
ganó por superioridad manifiesta y no hubo mayor refinamiento en mi vocabulario,
nunca más volvió a darme un yity.
Carlos
Arias, alias El Mejicano y yo hicimos muy buenas migas.
Fue a alfabetizar como yo y nos conocimos al regreso de la Campaña.
Siendo ya "recios brigadistas", nos sentíamos como todos unos hombrecitos
y como tales, no podíamos hacer
menos que irnos a una noche de juerga. Visitamos
varios bares de los alrededores del FOCSA y regresamos a mi apartamento dando
tumbos. Nos desplomamos en mi cama y
al poco rato vomitábamos la vida. El
Mejicano había venido con su padre, un periodista con barba, bigote y calvicie
que parecía escapado de la portada del libro “Lenin en Octubre”.
Llegó a oídos del émulo mejicano de Vladimir Ilish que mi padre se había
ido para los Estados Unidos y que por tanto, mi madre estaba... disponible.
Un día apareció en la puerta de mi apartamento acompañando a su hijo.
Cortésmente, mi mamá lo hizo pasar y le
brindó un café, pero durante el coloquio fue objeto de insistentes miradas
castigadoras, frases ensayadas e insinuaciones románticas.
Mi madre, que daba la impresión de ser la más inocente de las cándidas,
ya a esas alturas llevaba más de una década trabajando en la televisión y en las
superproducciones para los cabarets, o sea, en el meollo de la flora y fauna de
la farándula. Nada… que cuando el
“castigador Leninista” iba, ella venía de regreso …
Cerradas las escuelas privadas la educación secundaria pasó a impartirse sólo en los Institutos bajo el nombre de “Liquidación de Bachillerato”, ya que todo el sistema de educación iba a cambiar. Nada heredado del capitalismo podía ser bueno, la Revolución planeaba tener el mejor sistema educativo de la galaxia.
Cursé el tercer año de bachillerato en el instituto de la Víbora y comencé el cuarto en el de La Habana, que no sólo me quedaba más cerca sino que allí estudiaba mi amigo Wichi que me había estado incitando al cambio. Era el único de mis compañeros de aula en Columbus School que quedaba en Cuba y al que me había unido mucho por haber estado juntos durante la Campaña de Alfabetización. En el Instituto de la Víbora el mayor atractivo era el baloncesto, pero en el de la Habana, bullía de actividad juvenil.
El
FOCSA languidecía, además de la paulatina desaparición de aquel grupo
internacional, la nueva administración
revolucionaria del edificio se entregó a ese vicio comunista de prohibir cosas y
cerrar puertas. El Local Social, que
fuera escenario de las fiestas de quince y otras celebraciones, fue convertido
en almacén y cubículos de oficina para la burocracia que crecía indetenible en
todo el país. El Jardín empezó a cerrar a
las 6 de la tarde, con lo que les quitó a los jóvenes el lugar para sus
reuniones nocturnas. En medida totalmente innecesaria, desmontó el aro de
baloncesto, lo que unido a que ya la piscina rara vez se llenaba, hizo que el
Jardín perdiera también su atractivo diurno.
Con el
traslado al nuevo plantel, aquel grupo del Instituto de la Habana rápidamente
absorbió mi vida. Clases, asambleas,
baloncesto, fiestas, trabajos agrícolas y aquellas brigadas sanitarias que
prepararon el sótano del
Instituto para servir de
hospital y refugio antiatómico cuando la crisis de Octubre.
Durante esa etapa, hasta estuvimos varios días durmiendo todos juntos
allí. Nunca había experimentado
tanta cohesión en un grupo, nada nos proporcionaba más placer que eso de estar
juntos. Fue en el medio de aquel
mágico ambiente que aparecieron los reclutadores del ejército a terminar con él.
Más que la presión política de la Juventud Comunista fueron las mismas muchachas
del Instituto las que nos empujaron al ejército.
A los diecisiete años, nuestros mundos giraban alrededor de ellas.
Aun con preferencias, todos estábamos enamorados un poco de todas.
La decisión no era fácil, de no aceptar te convertirías en objeto de su
desprecio presente o de lo contrario, en su héroe... ausente.
Para muchos de nosotros la primera era
impensable. Partimos hacia las escuelas
militares llevándonos las billeteras llenas con las fotos de carnet que nos
daban las muchachas para que no las olvidáramos… pluralizando a Martí: “allí
rompió su corola la poca flor de nuestras vidas”.
El
ejército primero nos separó de las muchachas y después nos desperdigó en decenas
de unidades militares. Yo fui a dar
a la Unión Soviética, donde descubrí mi vocación por las ciencias y la
ingeniería, pero aun cuando estudiaba intensamente no dejaba de añorar aquella
magia del Instituto.
Regresaba a Cuba en barco junto a otros 235 que compartieron el curso conmigo.
Soñaba con ser recibido por un nutrido
grupo de aquellos que tanto había extrañado, pero el recibimiento no fue ni cercano a lo soñado.
El muelle Luz estaba repleto, pero no para mí, allí sólo me esperaba mi
madre y una de las muchachas de aquel numeroso y una vez unido grupo del
Instituto de la Habana. Sólo la flaca
Josefina aun se acordaba de los que hacia año y medio habíamos sido sus héroes.
Las demás ya vivían en ambientes
universitarios y no les podían quedar más lejos aquellos románticos recuerdos.
Algunas hasta se habían ido ya del país…
¿Los amigos? con la sola excepción
de Wichi, al que sus sabios padres no dejaron enrolarse por justificados motivos
de salud (de la Campaña de Alfabetización había salido con una pulmonía que por
poco lo mata), los demás estaban encerrados en sus respectivas unidades
militares a las que con toda justicia les llamaban “Huecos”.
Aún
vestía de verde olivo cuando en el año 1965 logré, en lucha contra casi todo,
sentarme en un aula universitaria. Me uní
a otros cinco estudiantes para constituir lo que se daba en llamar un
colectivo de estudio; eran, mi amigo de siempre Wichi (Luis Xudiera), Maria del
Monte, Jorge Luis, Hammel y Candy.
Hammel
no sólo era brillante como estudiante, además tocaba piano y pintaba muy bien.
Un día,
conversando con Hammel, salió el tema de aquella comedia musical con Pat Boone
titulada Bernardine, en la que un grupo de estudiantes habían definido una
mítica muchacha ideal con ese nombre.
Hammel me preguntó cómo definiría yo a una Bernardine y al írsela
describiendo, la fue pintando a lápiz de los hombros para arriba.
Ojos grandes y claruchos … facciones finas.
Lo último que pintó fue el pelo… negro en contraste con blanca piel y con
un peinado muy de moda en aquella época al que llamaban arlequín.
Cuando terminó… ¡verdad que le había quedado bonita la Bernardine!
El dibujo tenía el tamaño y aspecto de
una foto de pasaporte, guardé el papelito en mi billetera como antaño hiciera
con las fotos de las muchachas del Instituto, hasta casi olvidar que lo tenía.
Mi mamá
ya era una celebridad en Cuba desde antes de la revolución, su nombre artístico
era Cuca Rivero y cuando se hablaba de coros, era una referencia obligada.
Pues mi mamá fue la que montó la coral para los Choros de Villalobos y
aquella noche asistía con ella a su estreno en el Auditorium.
Como casi todo en Cuba, ya había sido renombrado y ahora se llamaba
Teatro Amadeo Roldán. Todavía
quedaba la costumbre de cruzar la calle Calzada después del concierto a
disfrutar de un refrigerio en la cafetería El Carmelo, aunque ya ésta siempre
estuviera llena de gente y casi carente de oferta.
Acompañando a mi madre, me encontraba sentado como objeto extraño entre
artistas y críticos que se habían acomodado en una larga mesa y
animadamente alababan la puesta en escena.
En eso veo que a varias mesas de distancia, conversaban dos muchachas,
una de las cuales se parecía al dibujo de Hammel.
Más que otra cosa, acentuaba la similitud el tener el mismo largo de pelo
y estar peinada con un Arlequín al igual que el dibujo.
Escapé de la mesa de la
intelectualidad y caminé hacia aquella otra en lo que me sacaba el retrato de la
cartera. Llegué ante ellas y sin
decir palabra, puse el dibujo en la mesa.
¡Esa eres tú!- le dice la amiga reconociendo el parecido,
y ella perpleja, creyendo que lo había
dibujado en ese momento, comienza a alabar mis cualidades como retratista.
Lamentando no contar con los talentos que me acaban de atribuir, les
empecé a contar la historia de aquella obra pictórica y ya me senté con ellas
para no levantarme más hasta que la mesa de la intelectualidad dio por terminada
su tertulia. Me tuve que despedir,
pues me tocaba a llevar a mi mamá a la casa, pero ya me llevaba dirección,
teléfono y el verdadero nombre de aquella “Bernardine”…
que resultó ser Lourdes.
Me
extrañó que Lourdes no trabajara ni estudiara y sobre todo que, dado su buen
ver, estuviera desprovista de algún recio
novio. Yo me las pasaba encerrado, bien
en mi unidad militar o en las aulas universitarias, eso hacía que no tuviera
casi opciones para el poco tiempo libre que pudiera restar. Lourdes era una cita
fácil, siempre estaba en su casa y a falta de nada mejor, la llamaba e iba para
allá. Pero aun más, tenía a su
disposición un Cadillac de 1957, lo que era entonces en Cuba un carro bien
envidiable y hubo veces que hasta fue ella la que me pasaba a buscar para ir a
algún lado. Todo esto se
En
nuestros esporádicos encuentros me contaba de las diabluras reales e inventadas,
de su hermanito Etienne de unos 7 años entre las paredes de aquella casa.
Cuentos absurdos que me hacían reír a
mandíbula batiente y pasar por alto el que no iba a la escuela, ni jugaba en la
calle con otros niños. Me contaba
también que cada vez que veía a su padre salir con su chofer de siempre a alguna
“gestión”, sabía que atrás vendría
la llamada con la noticia de que algún bar les había salido al paso para que los
fuera a buscar. El padre estaba
entrando en la tercera edad, ya no trabajaba, había tenido su negocio, pero
desde que se lo quitaron, desandaba por la ciudad como zombie junto a su antiguo
empleado y ya único amigo. Lourdes
contaba aquello como una comicidad digna de Mark Twain, lo que hacía que pasara
por alto lo trágico de la situación.
Sin
llegarme a aceptar como romance, Lourdes me dedicaba el tiempo que sólo se le
dedica a un novio, uno como aquel imaginario que decía tener en Varadero. Me
contaba de aventuras con él, tan locas que ni yo en mi inocente credulidad podía
llegar a tragar... ¡eso lo estás inventando Lourdes!
- Si pero no deja de estar divertido
¿verdad? Por mi parte, entre cuentos
y risas, un poco que olvidaba mis frustrados deseos carnales y por eso
continuaba visitándola. Nunca
hablamos de política, ella sabía que estaba en las fuerzas armadas y yo, aunque
sospechaba que ella no le tenía gran afecto a la causa revolucionaria, tampoco
quería saberlo de manera explícita.
Así iban
las cosas hasta que un día llamé a Lourdes, pero nadie me salió al teléfono;
pasé por su casa y encontré el sello de la Reforma Urbana en la puerta.
Comprendí entonces que todo ese tiempo habían estado esperando por la salida y
les había llegado. Nunca me dijo que se iba, quizá pensó que debía resultarme
obvio, además eso era algo que no se solía decir en alta voz. No se despidió de
mí, pero así pasó con todos mis amigos de la niñez así que no me sorprendió,
simplemente desaparecían como si se hubieran muerto. Los que se iban no
solían despedirse de aquellos que jamás volverían a ver y así fue, nunca más
supe de Lourdes.
Parece
que ya mis “problemas ideológicos” habían debutado, pues no lograba odiar a los
que se iban. Aquellos eran tiempos
en que la razón iba por un lado y el corazón por otro.
No quería ver el desastre que era aquella revolución en la que estaba
metido. A la luz de hoy todo me
resulta claro... la familia de Lourdes, como todo el que presentaba para irse
del país, vivía en una especie de limbo, desprovista de todo derecho. A los que
se iban no se les permitía ejercer sus profesiones, tampoco podían aspirar a
otra ocupación que no fuera la de enterrador, peón de la construcción o del agro
en los más lejanos confines a los que los funcionarios del régimen les fuera
posible enviar. La universidad... esa era sólo para los revolucionarios y
por tanto, no era para Lourdes. Etienne no iba a la escuela, ya que los hijos
de los gusanos no eran bien vistos allí y por otra parte, las familias gusanas
tampoco veían bien la educación adoctrinante que se impartía en sus aulas.
Pasó el
tiempo y como dijera Martí, un águila sobre el mar… el dibujo con la Bernardine
de Hammel desapareció de mi cartera y su destino final de mi memoria. La vida
dio sus vueltas; de alumno
universitario llegué a ser profesor titular.
La revolución ya había abandonado mi corazón, pero aun esto no llegaba a
ser explícito en mi mente. Aun así,
algo se les transparentaba a los inquisidores de la corrección política y eso
fue suficiente para que mi carrera académica fuera cuesta abajo hasta terminar
trabajando de ingeniero en una oscura plantilla. Estaba tocando fondo
cuando, sin nada mucho más importante que hacer, cediendo a una exhortación
sindical, presenté un trabajito al concurso de una revista técnica.
Mejor debía decir de "la revista técnica”, ya que era la única que
malamente circulaba en Cuba. De
haber estado todavía en mi cátedra no me hubiera enterado y mucho menos
interesado en participar de ese
concurso. De hecho, cuando me llegó
la comunicación de que había resultado ganador, ya ni me acordaba de haber
presentado algo allí.
Fui
citado a la redacción de la revista, y en lo que llenaba los papeles para
aquello del premio... frente a la mesa en que escribía, una secretaria esperaba
ansiosa a que terminara. Cuando subí la mirada fue como una aparición... ahí
estaba ante mí la auténtica Bernardine, esa que una vez le describiera a Hammel,
con su pelo negro, ya sin aquel ridículo arlequín, tez clara, ojos enormes.
Lo que no pudo Hammel plasmar en su dibujo eran sus finos ademanes y su
voz melodiosa, además de esa
seriedad y altivez que se me hacía inalcanzable. Con todas esas bondades,
Bernardine podía haberse llamado
Tomasa o Petronila, pero de contra respondía a un nombre que me sonaba
perfectamente musical… Mabel.
Pensaba que eso de enamorarse era cosa juvenil de mis años de estudiante, pero
la magia de aquel encuentro me dejó flechado de inmediato y para mi suerte, el
embrujo terminó envolviéndola a ella también y a partir de ese momento mi vida
dio un vuelco completo.
Mabel
vivía otra especie de limbo, su carrera de secretaria también tocaba fondo.
Después de que su padre cayera
preso por “peligrosidad”, de
secretaria de oficinas a nivel de ministerio había terminado tomándole largos y
aburridos dictados al director de aquella oscura publicación.
Y no es que fuera la hija de un peligroso criminal, la figura delictiva
de la “peligrosidad” se le aplicaba a cualquiera que el régimen estimara como
propenso a delinquir. Por ejemplo, aquellos desafectos que no se integraban al
sistema y que no obstante lograban subsistir sin trabajar para el gobierno,
resultaban sospechosos de estar haciendo algo ilícito.
Al igual que mi suegro, fueron muchos a los que por similares motivos les
aplicaron la tal “peligrosidad”.
El tuvo la suerte de ser de los que el régimen enviara para EU cuando la
noria del Mariel. . .
En pocos meses ya estábamos casados y ese matrimonio fue una unión simbiótica que dio inicio a una cadena de éxitos que me llevaron a merecer los más altos reconocimientos profesionales que pueden obtenerse en Cuba. Aquello me acercó a las más altas esferas del gobierno, pero lejos de devolverme la confianza en la Revolución acentuó más mi rechazo. Cuando en Cuba aparece el temor de que alguien mínimamente notorio pueda desviarse de la estrecha línea del Partido, pasa a ser demolido.
Logré escapar de una inminente demolición huyendo al exilio, pero tuve que dejar
atrás a Mabel, la que de inmediato pasó a ser la esposa del desertor… El aparato
de la “seguridad del estado” registró nuestra casa, confiscó nuestro automóvil,
mis herramientas y todo lo que les resultó de interés, incluyendo fotos
personales y recuerdos. No ya que no
pudiera conseguir trabajo, hasta los amigos temían acercársele; fue una especie
de prisión domiciliaria que duró dos largos años.
Esta vez, para seguir usando términos del catecismo católico, peor que un
limbo fue más bien un Calvario.
Mabel
solicitó su pasaporte para salir legalmente del país y para mi sorpresa, lo
obtuvo. Le pude conseguir dos
visados, uno para Italia que gestioné a través de la compañía Italiana que me
empleaba y una visa humanitaria de los Estados Unidos, otorgada para que
asistiera a su padre quien sería sometido a una cirugía del corazón.
Pienso que el régimen le otorgó aquel
pasaporte por error, ya que cuando se presentó en el departamento de inmigración
para obtener su permiso de salida, no solo le fue negado sino
que ese pasaporte le fue confiscado…
Llevaba implícito aquel mensaje dantesco
de las puertas del infierno “Perded toda Esperanza”.
Me tomó
decenas de denuncias públicas y privadas; radiales y escritas; nacionales e
internacionales; un asilo derivativo y dos años de prisión domiciliaria para que
soltaran al rehén...
Así le
dicen a las tribulaciones de los primeros años por la que todos los exilados
tienen que pasar. La expresión viene
de una película en que se veían aquellas iniciaciones de una escuela militar,
que consistían en que el aspirante debía atravesar corriendo entre dos filas de
cadetes armados con palos, que le asestaban golpes al pasar.
Entré al
Túnel de los Palos aquella mañana que hice llegar una carta de despedida a la
misión cubana en México, en la que declaraba el carácter político de mi
desaparición. Había desertado al
régimen y a partir de ese momento era su enemigo… acababa de lanzarme al vacío.
Entraba
al exilio por corte, con lo que me ahorraba los largos limbos y calvarios de
aquellos que presentaban su salida o los riesgos y penurias de la balsa.
No obstante, México era un medio hostil para el “quedao”, ya que existían
antecedentes de captura y su inmediata devolución a la Embajada de Cuba por
parte de miembros de la Policía Judicial, a la que en México llaman la
“Per-judicial”. Se decía que la embajada
los recompensaba. Para empeorar la
situación, llegó a mi conocimiento que el aparato de la Seguridad del Estado de
Cuba había enviado a sus agentes con la misión de capturarme.
Traté de refugiarme en la Embajada de los Estados Unidos en ese país,
pero allí me informaron que México no era firmante de los tratados panamericanos
de asilo político y que por tanto no podían proporcionarme un salvoconducto para
abandonar su territorio. Para estar a
salvo, tenía que lograr de alguna manera pisar territorio americano.
Ayudados
por buenos amigos mexicanos y miembros de la Fundación Cubano-Americana
residentes allí, logré llegar a los Estados Unidos sin ser capturado, cruzando
el Rio Grande en las cercanías de la ciudad de El Paso, Texas. . .
Comenzaba así mi etapa nómada.
De ahí
volé a la ciudad de Los Ángeles y estuve alrededor de un mes en casa de un primo
por parte de madre, Alfonso Rivero (Fonchi), al que no veía desde que se marchó
de Cuba con su madre y hermana en 1961.
Un abogado de inmigración que consultó mi primo aconsejó que mejor fuera
presentar mi solicitud de asilo político en la Florida.
Me trasladé a Miami y mi amigo Wichi (sí, el mismo del Columbus; la
Alfabetización; el Instituto y la Universidad) me albergó en su casa por algo
más de una semana; de ahí, un antiguo compañero de armas de las TCAA, Alberto
Arencibia, me llevó para la suya hasta que concluí los trámites del asilo
político.
Un
antiguo alumno mío de cuando impartía clases en la Escuela de Física en La
Universidad de La Habana, mi amigo
Juan Martínez (Juanito), que con los conocimientos de electrónica allí
adquiridos había logrado una alta posición en la compañía multinacional JVC, me
ofreció albergarme en su casa en New Jersey y la oportunidad de trabajar para
esa compañía. Juanito me envió el
pasaje de avión para que me trasladara a New Jersey, pero aquel chofer, también
recién llegado, que se ofreció para llevarme al aeropuerto, se perdió y se me
fue el avión. No podría usar el
pasaje otra vez hasta la siguiente semana.
Unos
amigos mudándose y otros de viaje… hubiera tenido que dormir en la calle de no
ser por Hilda (Hilda Rabilero), la animadora del popular programa de la TV
cubana “Contacto”, a la que había conocido en Cuba cuando me entrevistó en su
programa y ahora recién llegaba al exilio con su hija y pasaba también por el
Túnel de los Palos. Durante aquella
semana me permitió pernoctar en su
casa hasta que finalmente pude viajar a New Jersey.
En casa
de Juanito en New Jersey estuve tres meses hasta que me llegó el asilo político.
Allí me pasaba casi todo el tiempo solo,
no podía ir diariamente a JVC por no tener aun el permiso de trabajo, y en lo
que Juanito y su esposa se iban a trabajar yo estudiaba febrilmente como
programar bajo el sistema operativo Windows.
En Cuba “Windows” era una novedad, pero en EU ya iba por su tercera
versión y las “experticidades” que traía de allá hacía rato que eran obsoletas.
Lo peor
del Túnel de los Palos no es la incomodidad sino la incertidumbre. . . ¿Daré la
talla aquí?; ¿Volveré algún día a ver a mi hija, mi madre, mis tías…? ;
¿Cuánto tiempo para sacar a mi esposa de
aquello? Cuando al fin me llegó el asilo
regresé a Miami y fue no sólo para terminar los trámites que formalizarían mi
situación migratoria sino por ser la “Capital del Exilio”.
Pude haber regresado a New Jersey a trabajar en JVC, pero era sólo en
Miami que podía hacer la campaña de solicitudes y denuncias para traer a Mabel.
Aún con
el asilo en la mano pasarían unas semanas antes que me llegara el permiso de
trabajo; durante ese tiempo mi amigo Arencibia me consiguió un trabajito de
ajustar antenas para un empresario español.
Este me permitió además pernoctar unos días en el almacén de su compañía,
que tenía hasta un pequeño baño con ducha. Cuando
al fin tuve el permiso de trabajo, la compañía italiana Itelco USA, que
fabricaba trasmisores de TV y FM, me contrató para trabajar en proyectos de
desarrollo. Por unos días Giorgini,
el que fuera mi jefe en Itelco, me albergó en su casa, hasta que con un adelanto
de mi salario pude alquilar un apartamento barato al que podría al fin llamar…
mi casa, dando por terminada mi etapa nómada en el exilio.
Ese
primer adelanto me alcanzó para dar el primer pago para la compra del Chevy
Spectrum de 1987 que el hijo de aquel empresario español de las antenas
consintiera en venderme en tres plazos. Ese
carro no era tan viejo, lo vendía barato ($1300) porque era de cambios y sólo le
funcionaban dos cilindros. Mis años de
cacharrero en Cuba me sirvieron para intuir que el estado ruinoso de aquel motor
era de origen eléctrico o sea que podía repararlo con poco dinero y así fue.
Disparando en aquel par de cilindros y en segunda, logré llegar hasta el
“Autoparts” más cercano. Allí mismo le
cambié bujías, cables, la tapa del distribuidor, le ajusté el tiempo y salí
andando.
Teniendo ya en que moverme, pude hacerme de un sofá que recogí en la calle y un par de colchones de un contenedor de escombros., Estos fueron temerariamente transportados sobre el techo del Chevy. Lo mencionado y dos sillas que me regaló Arencibia, fueron el mobiliario inicial del apartamento. Tenía dos cuartos y no demoró en aparecer un “roommate”; otro cubano que atravesaba el Túnel de los Palos, Eugenio Pousin, al que no conocía con anterioridad pero que me fue recomendado por una amistad. Eugenio, además de ayudar con la renta contribuyó con algunos cacharros de cocina que la familia le había regalado. Al mes siguiente, uniendo unos pesitos nos compramos un televisor y rondando los basureros públicos seguimos amueblando la casa.
El Túnel se iba acabando… en dos años llegaría Mabel y en tres volvería ver a mi madre en México. La reclamación oficial de nuestros hijos Laura y Alain demoró tanto que ambos lograron llegar al exilio por sus propios medios sin que la Visa terminara de ser otorgada. En cinco años Alain desertaba de una gira artística en República Dominicana logrando quedarse allí con su compañera de estudios y trabajo Yeni Santos y hoy comparten sus vidas juntos aquí en Miami. Laura escapaba de Cuba usando otro subterfugio y pude recogerla en el aeropuerto de Miami unos años más tarde; su novio desde Cuba Reynaldo Venancio también se le unió y finalmente se casaron y ya tengo dos preciosísimos nietos, Sofía y Ray. Hoy el Túnel de los Palos parece haber terminado para ellos también…
Los que
nos quedamos en Cuba no esperábamos saber nunca más de aquellos que se iban del
país. Ni siquiera nos preguntábamos que
habría sido de sus vidas, era como si hubiesen muerto.
Cuando al fin llegué al exilio muchos de aquellos “muertos”
empezaron a cobrar vida. Era como si
hubiera llegado al cielo y me encontrara allí con mis “difuntos”.
Primero
resucitaron mi primo Fonchi, del que no sabía desde 1961 y Wichi, que se había
ido hacía unos ocho años, cuando aun yo no hubiera creído que mi vida terminaría
también en el exilio. Después, las
reuniones anuales del los antiguos alumnos del Columbus School revivieron a
muchos de aquellos devorados de 1961. Enterados
de que recién llegaba al exilio me contactaron otros connotados “quedados” del
giro de la computación, de la universidad, del ejército y hasta de la farándula.
Hacía contacto también con los primeros
escapados de EICISOFT, el centro que dirigí en Cuba, y por primera vez
intercambiábamos nuestro sentir libremente, ya sin el terror comunista.
Demoró
un poco más dar con la familia paterna, pero la casualidad permitió que me
encontraran y pude ver vivos a mis tíos Hilda y Rubén, así como a una decena de
primos y primas segundos con sus respectivas familias.
Hubiera alcanzado a ver a mi padre de no haberse suicidado hacía unos
quince años (1978).
Aborrecía a la tiranía, pero no podía evitar que se mantuviera mi afecto hacia
mucha gente buena con quienes me relacionaba en Cuba, aun cuando estos siguieran
vinculados al proceso que había desertado.
Lamentaba tener que defraudar a esos que fueron mis compañeros de armas,
a los que me apoyaron desde posiciones de dirección o a muchos familiares y
amigos creídos de que yo compartía su amor por aquello.
Pero como dice ese estribillo de Rubén Blades… “La vida te da sorpresas”
y no fueron pocas las que me daría, así me pasaba cada vez que veía llegar al
exilio alguno de aquellos que una vez creí defraudar.
Otras veces fueron los hijos de estos los
que aparecían por distintas partes del mundo y que me hacían llegar saludos de
sus padres.
Más
tarde aparecieron las redes sociales y estas me permitieron hacer contacto con
antiguos alumnos y colegas de la Escuela de Física. No he tenido el mismo éxito
en mi búsqueda de antiguos profesores a los que mucho admiraba o a los viejos
vecinos del FOCSA… ¡Es que este mundo fuera de Cuba es demasiado grande!
Pero
más aun que los edificios y lugares se echa de menos a las personas con que
compartimos en ellos. En el caso mío,
esas personas andan desperdigadas por el mundo en su mayoría.
Los mejores ratos de mis últimos años en Cuba eran los que, casi
semanalmente, pasábamos Mabel y yo en casa de nuestro amigo Daniel Stolik, junto
al “el Coco” (Dr. Manuel Hernández Vélez) y otros invitados ocasionales,
cantando viejos boleros, sones y guarachas.
Le llamábamos las “Peñas de Stolik” y nunca logré reproducir eso en el
exilio. En una
Por un lado el correo electrónico, al que en los últimos años algunos cubanos han logrado tener acceso y por otro, que el régimen haya ido renunciando a perseguir la comunicación con “los idos”, me ha permitido el no parecerles tan muerto a los de allá como antaño me pasaba a mí con los que se iban. Para los que se quedaron, la tecnología ha sido como una especie de “médium” con el más allá del exilio. Quizá algún día pueda hasta practicar una “aparición”, pero eso va a depender de quien se muera primero, el régimen actual o yo.