Los que se Fueron

 

Suele decirse que más de la quinta parte de la población de Cuba vive fuera del país.  El cálculo de esa fracción no es sencillo, puesto que la población de Cuba ha ido aumentando y la gente se ha seguido yendo.  Muchos de los que se han ido ya no figuran como nacidos en Cuba sino en la parte del planeta a donde sus padres hayan ido a dar, en fin que nadie se atreve a dar una cifra demasiado oficial.  No obstante, el estimado parece razonable.

 

La retórica comunista calificaba de burgueses y terratenientes a los que se iban de Cuba, pero el espectro de estos tenía necesariamente que ser más amplio… ni el más próspero de los países ha tenido semejante proporción de acaudalados.  Incluso en sus comienzos, además de empresarios, colonos y gerentes de compañías foráneas, que son los que propiamente pudieran haber calificado como tales,  aquel éxodo primario incluyó a profesionales, artistas, empleados de oficinas y hasta simples obreros.  Ya más adelante, el perfil siguió ampliándose hasta el punto de que cualquiera, de cualquier capa social, raza o etnia, se iba sin más.  El éxodo de los cubanos de una forma u otra le marcó la vida a todos los de mi generación, tanto a los que se fueron como a los que se quedaron. 

 

Durante algo más de treinta años fui de los que se quedaron y ya hace más de veinte que estoy entre los que se fueron.  Aquí van ocho cuentos de esas dos vidas.

  1. El Rebaño Devorado

  2. El Primer Beso

  3. El Rebaño Extranjero

  4. El Grupo del Instituto

  5. Bernardine

  6. La Ida

  7. El Túnel de los Palos

  8. La Resurrección de los Idos

 

El Rebaño Devorado

 

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Al triunfo de la Revolución yo vivía en el FOCSA, el edificio de viviendas más grande de La Habana.  Tenía 35 pisos, forma de libro abierto hacia el mar y un total de 365 apartamentos que se vendían en la modalidad conocida como “propiedad horizontal”.  En la tercera planta estaba un área de recreo con piscina al que llamaban “El Jardín”.  Con 365 familias había decenas de niños de cada edad y enormes tropas de infantiles nos reuníamos a jugar allí.  Casi todas las semanas se celebraba un cumpleaños y había suficientes muchachos para hacer equipos de natación, judo, pelota, baloncesto, patines, ciclismo… de todo.

 

Llegó la Revolución y  pasados los primeros meses de euforia,  el nuevo régimen empezó a limitar libertades,  quitar los negocios a sus dueños o afectar las actividades profesionales de los propietarios del FOCSA… comenzó el éxodo.

 

Mi familia fue de las que más tiempo se mantuvo apoyando a la Revolución y en mi casa oía saludar las primeras leyes revolucionarias como  La Reforma Agraria y La Reforma Urbana.  Fuera de mi casa, aunque la desafección de sus padres a la Revolución se transparentaba en nuestras conversaciones infantiles, los niños aprendieron a guardar el secreto de los planes familiares.  Por eso resultaba sorpresivo cuando alguno de ellos desaparecía…  La familia se había ido, se comentaría después a sotto voce.

 

Había algo peculiar en aquellas desapariciones, no era igual a las que ocurrían cuando uno se mudaba o alguien se cambiaba de escuela, en esas siempre quedaba la posibilidad formal de un reencuentro, aunque este nunca llegara a producirse.   Estas desapariciones tenían sabor a muerte;  al que se iba nunca más se le vería o se sabría de él.  La sensación era como la de un rebaño de ovejas que iba siendo poco a poco diezmado por los lobos.   No había diferencia práctica alguna entre el que se iba y el que se moría.

 

Así iba, de a poco, hasta que ya en 1961 me fui a alfabetizar en aquellas Brigadas Conrado Benítez.  A mi regreso ya no encontré a casi ninguno de mis antiguos vecinos y como las escuelas privadas de enseñanza secundaria habían desaparecido durante mi ausencia, de un tirón desaparecieron también todos mis compañeros de escuela, salvo Wichi (Luis Xudiera) que estaba alfabetizando junto conmigo.  Los lobos habían devorado el rebaño y entre los devorados estaba mi padre, que a mi regreso ya no estaría más.  Los lobos no sólo devoraban familias completas, muchas fueron devoradas parcialmente como le pasó a la mía.

 

Pudiera pensarse que a los devorados, el trasplante les proporcionó similares sensaciones.  Se montaban en un avión y todo lo que dejaban atrás desaparecía; familiares, amigos, propiedades… todo.  Lo hacían pensando en que la Revolución no duraría y que pronto regresarían,  y esto se lo transmitían a sus hijos.  A los que nos quedamos, nos decían que la Revolución estaba ahí para quedarse, y esas separaciones las veíamos como definitivas.

La comunicación con los que se iban era casi imposible de mantener en la práctica.  Por un lado estaba lo caro y difícil de una llamada telefónica y por otro, el correo demoraba meses y ni los más simpatizantes de la Revolución creían en su privacidad.  Pero por si esto no fuera suficiente, desde bien temprano,  a los que se quedaban se les hizo saber que estaba veladamente prohibido eso de mantener relaciones, no importa cuán precarias, con familiares o amigos en el extranjero.  Durante décadas, la pregunta sobre estas posibles relaciones figuró en cuanta planilla había que llenar para poder aspirar a cualquier plaza laboral o docente.  Aceptar que se mantenía algún tipo de comunicación con los que abandonaban el país era un impedimento para cualquier cargo de dirección o la militancia en el Partido, así como causa de separación si llegara a saberse.  

El Primer Beso

 

Dicen que nadie se olvida de su primer beso y yo no soy la excepción, pero mi caso pudiera no servir para corroborar la estadística…   Aquel beso, pudiera ser hasta técnicamente dudoso contarlo como tal, ya que en el estuvieron ausentes el amplio intercambio de fluidos normalmente asociados a esa acción.  Fue en la boca, pero como uno de los que se dan en la mejilla, un poco más prolongado, quizá, pero ni tanto.  María Eugenia Puebla, ese era el nombre de aquella primera “novia”.  Sí, porque en nuestro lenguaje no existían mejores términos, como en inglés que está el de “date” o el de “girl-friend”, que calificarían mejor aquellas relaciones entre adolescentes de 13 años, pero era “novia” el término que usábamos, mimetizando quizá a ese grupo de los mayorcitos, al que aspirábamos, pero que por “fiñes”, no calificábamos.

 

El escenario fue dentro del extraño microclima del jardín del Edificio FOCSA.  Eran tantos los apartamentos de aquel edificio, que según mi madre, tenía esa magia del parque de los pueblos chiquitos, aun cuando estaba en el medio de La Habana.  Había por eso, un grupo enorme de muchachos y todos nos conocíamos. Vivía en ese edificio desde 1957 y ya llevaba dos años conviviendo con aquel grupo de fiñes que se asomaba a la adolescencia. Con tanto muchacho, todos los días había una fiesta y si no, tan sólo bajar a aquel jardín era una fiesta.

 

 Volviendo al tema del beso, yo iba tanto física como emocionalmente atrasado respecto al resto y eso no me hacía especialmente atractivo a aquellas muchachitas que me enloquecían.  Me gustaba especialmente una niña llamada Silvia Meso, pero ésta desarrolló rápido como flor en primavera y ya ni me dignaba con su mirada.  Posiblemente María Eugenia también tenía puestos sus ojos en algo mejor, pero aquella noche encantada parece que era yo lo único disponible y se transó por experimentar conmigo.

 

El “noviazgo” no duró para siquiera ser de general conocimiento.  A los pocos días María Eugenia se aburrió, quizá de que aquello no pasara de esos tontos besitos …  y me botó.  No obstante, sin que pudiéramos evitarlo, ya éramos algo especial uno del otro.

 

En enero de 1959 llega la Revolución y no tardó en empezar a romperse el encanto de aquel jardín.  Mis amiguitos empezaron a desaparecer, unos porque se iban del país con sus familias y otros, como Tony mi vecino de los bajos, cuyo padre era oficial del ejército constitucional (al que rápidamente aprendimos a decirle el ejército de Batista), quien apenas quería salir de su apartamento.  Aquel grupo de niños y adolescentes  imbuidos del fervor de aquellos primeros días de revolución, sometían al aislamiento a aquellos que podían asociarse a lo “batistiano”, como el pobre Tony.  Hoy me alegro de no haberme sumado a aquello; Tony subía a mi apartamento por la escalera de atrás  para no cruzarse con nadie cuando venía a jugar conmigo.

 

El papá de María Eugenia, Emilio Puebla, era oficial de la Marina de Guerra.  La marina no era un cuerpo represivo y por ser quizá más técnico, no fue disuelto de inmediato como le pasó al ejército.  Esto quizá explique por qué  María Eugenia no sufrió el mismo aislamiento que Tony en los primeros meses.  No obstante, el 30 de Abril de ese mismo año el Che Guevara fusiló a su papá después de unos breves días de detención en La Cabaña.  Cuando María Eugenia volvió al grupo después del fusilamiento de su padre no recibió el pésame o la solidaridad de sus antiguos amigos.  Cuando regresaba de ese primer “repudio” a su apartamento, me crucé con ella que entraba al elevador del que yo salía, me miró, y en mi cara, que debió haber reflejado total confusión, vio algo que puso en la de ella una que me decía “¿y tú también?” …

 

No la vi más hasta meses después, que la casualidad quiso que me cruzara con ella en el Lobby del FOCSA cuando ya se iba del país con lo que quedó de su familia.   No me atreví a despedirme explícitamente, ya que no debía tenerle afecto a una “batistiana”, pero se lo seguía teniendo… cuanta confusión.  Era ella la que ahora me daba una mirada que por muchos años me resultó indescifrable.  Ya yo empezaba ser víctima de ese mecanismo de deshumanización hacia aquel que no abrazara la Revolución e idolatrara a su líder, ese que se nos venía inculcando a través de la propaganda.  Aquella mirada fue de lástima:  María Eugenia, aún en medio de su dolor, me compadecía…

El Rebaño Extranjero

 

http://laslatinitas.com/wp-content/uploads/2013/10/latin-america-flags-timizzer.bmpYa en 1962, de los antiguos propietarios de FOCSA sólo quedaba un vestigio del que yo era parte.  El gobierno utilizó los apartamentos confiscados a los que se fueron para dárselos a vivir a algunos familiares y amigos de los personeros del régimen, pero los utilizaron también para albergar a todo un aluvión de profesionales de izquierda latinoamericanos que vinieron a unirse al carro de la Revolución. En ese nuevo medio hice nuevas amistades entre las que figuraban peruanos, mejicanos, colombianos, argentinos, venezolanos y hasta recuerdo a Michael, que era canadiense.

 

Nancy, la venezolana, fue mi primera noviecita en durar más de una semana.  Vino a Cuba con su tío,  Gabriel Bracho Montiel, humorista de profesión, que llegó para dirigir aquel semanario que llamaron Palante y que sustituiría al Zigzag, cerrado recientemente, marcando con esto el fin de la prensa satírica cubana.  No existe tal cosa como la sátira a favor, de manera que el Palante no le hacía gracia ni a los que apoyaban a la Revolución.  El señor Bracho era aun menos simpático que su periódico y su hermana, la mamá de Nancy, a la que mi madre una vez apodara “Aspirina”, por tener la expresión permanente de estarse tragando una sin agua, era aun más densa que él.  Nancy era alta, rubia de pelo lacio, ojos claros y piel tostada;  el conjunto llamaba la atención… pero tenía ese toque denso de la familia y tanto me habló de Venezuela, el joropo, la arepa,  el liquiliqui, el arpa llanera, el carajo y la vela, que se me hizo insoportable.  Hasta ahora siempre era a mí al que botaban, por lo que no sabía cómo era que se hacía eso y andaba por ahí huyéndole hasta que al fin logré que me botara.

 

Al  economista mejicano Juan Noyola le dieron uno de los apartamentos grandes para que se instalara en Cuba con toda su familia.  Parte de esa familia era Jorge, un muchacho alto y espigado que jugaba baloncesto con nosotros en el Jardín.  Locuaz y desenvuelto, hizo furor entre las muchachas del edificio.  Noyola se mató en aquel accidente de aviación en Noviembre de 1962, pero su familia o al menos parte de ella, en la que figuraba Jorge, permaneció ahí y en Abril del siguiente año, al igual que yo, se enroló en la aventura de las Tropas Coheteriles Anti-Aéreas, las TCAA.  La gorilada demoró mes y medio en darse cuenta de que Jorge no era cubano y cuando lo averiguó, procedió a sacarlo aparatosamente de aquella escuela militar.  Un “ yipi “ (así le decían a los todo-terreno militares) frenó con violencia frente a su barraca, de él saltaron varios sujetos armados y se lo llevaron como si hubieran arrestado a un peligroso espía.

 

De Perú llegaron los Proaños, no recuerdo o quizá nunca supe a que se dedicaba el cabeza de familia, si sé que aportaron tres muchachos al grupo de jovencitos que repoblaban el Jardín después del diezmo.  Eran todos de una tez oscura;  Leo, el hermano mayor y dos hermanas, todos con muy poca diferencia de edades.  Los nombres de las hermanas no los recuerdo.  No eran ellas especialmente atractivas, pero tampoco feas.  No obstante, aunque hubieran sido divinidades griegas, la constante vigilancia de Leo les hubiera espantado cualquier posible pretendiente.  Leo era fuerte y atlético;  lograba derrotarme en baloncesto, pelota, bicicleta, natación y en cualquier otro deporte que se me ocurriera practicar.  No tardó en convertirse en el “bully” del grupo.  Gustaba de alardear de su condición de “Alpha–Macho” al golpear con la mano abierta por detrás de la cabeza a aquél que se le fuera una mala palabra que a sus hermanas pudiera llegarle a los oidos.  A ese golpe se le llamaba “yity” y no dolía tanto como lo que humillaba.  Ver aquello me enfurecía, pero nunca intervine en favor de los humillados.  Siempre evité su ira fácil, hasta que una vez me tocó el yity a mí y seguido de una descarga de adrenalina, en acto totalmente irreflexivo y rayano en lo suicida le asesté un inesperado piñazo.  Acto seguido fue como si me cayera un aguacero de golpes.  Contra los primeros pude cubrirme subiendo la guardia, pero contundentes conexiones al cuerpo no tardaron en dejarme indefenso.  Fueron sus mismas hermanas las que me lo quitaron de arriba antes de que me matara.  Como son las peleas a esa edad, no tardamos en estar jugando baloncesto otra vez. Aun cuando en aquel tope ganó por superioridad manifiesta y no hubo mayor refinamiento en mi vocabulario, nunca más volvió a darme un yity.

 

Carlos Arias, alias El Mejicano y yo hicimos muy buenas migas.  Fue a alfabetizar como yo y nos conocimos al regreso de la Campaña.  Siendo ya "recios brigadistas", nos sentíamos como todos unos hombrecitos y como tales,  no podíamos hacer menos que irnos a una noche de juerga.  Visitamos varios bares de los alrededores del FOCSA y regresamos a mi apartamento dando tumbos.  Nos desplomamos en mi cama y al poco rato vomitábamos la vida.  El Mejicano había venido con su padre, un periodista con barba, bigote y calvicie que parecía escapado de la portada del libro “Lenin en Octubre”.   Llegó a oídos del émulo mejicano de Vladimir Ilish que mi padre se había ido para los Estados Unidos y que por tanto, mi madre estaba... disponible.  Un día apareció en la puerta de mi apartamento acompañando a su hijo.  Cortésmente, mi mamá lo hizo pasar y le brindó un café, pero durante el coloquio fue objeto de insistentes miradas castigadoras, frases ensayadas e insinuaciones románticas.  Mi madre, que daba la impresión de ser la más inocente de las cándidas, ya a esas alturas llevaba más de una década trabajando en la televisión y en las superproducciones para los cabarets, o sea, en el meollo de la flora y fauna de la farándula.  Nada… que cuando el “castigador Leninista” iba, ella venía de regreso …

 

Eran frecuentes entonces las fiestas de Quince con sus bailes y ensayos.  Recuerdo que en una de esas bailé con Raquel, la argentina, una pieza llamada “A Summer Place”, tema musical de la película cuyo título en español era “Verano de Amor” y que iba en tiempo de vals.  Raquel me enseñó a bailar el vals y después de aquello, cada vez que en un baile sonaba esa pieza nos buscábamos.  Al colombiano lo recuerdo de jugar baloncesto, pero no por su nombre, ya que le decíamos “El Colombiano”.  Ya me acostumbraba a este grupo multicultural, cuando en 1963 estos también empezaron a desaparecer.  Entré al ejército en Abril de ese año y éste me envió a la Unión Soviética a estudiar cohetería antiaérea.   Cuando regresé en 1964, ya ese rebaño había sido devorado también.  Parece que el socialismo se disfruta mejor desde afuera y aquellos comunistas prefirieron irse a vivir con sus familias bajo el “cruel” e “inhumano” capitalismo a cualquier otra parte del mundo.

El Grupo del Instituto

 

Cerradas las escuelas privadas la educación secundaria pasó a impartirse sólo en los Institutos bajo el nombre de “Liquidación de Bachillerato”, ya que todo el sistema de educación iba a cambiar.  Nada heredado del capitalismo podía ser bueno, la Revolución planeaba tener el mejor sistema educativo de la galaxia.

 

Instituto de la HabanaCursé el tercer año de bachillerato en el instituto de la Víbora y comencé el cuarto en el de La Habana, que no sólo me quedaba más cerca sino que allí estudiaba mi amigo Wichi que me había estado incitando al cambio.  Era el único de mis compañeros de aula en Columbus School que quedaba en Cuba y al que me había unido mucho por haber estado juntos durante la Campaña de Alfabetización.  En el Instituto de la Víbora el mayor atractivo era el baloncesto, pero en el de la Habana,  bullía de actividad juvenil.

 

El FOCSA languidecía, además de la paulatina desaparición de aquel grupo internacional,  la nueva administración revolucionaria del edificio se entregó a ese vicio comunista de prohibir cosas y cerrar puertas.  El Local Social, que fuera escenario de las fiestas de quince y otras celebraciones, fue convertido en almacén y cubículos de oficina para la burocracia que crecía indetenible en todo el país.  El Jardín empezó a cerrar a las 6 de la tarde, con lo que les quitó a los jóvenes el lugar para sus reuniones nocturnas. En medida totalmente innecesaria, desmontó el aro de baloncesto, lo que unido a que ya la piscina rara vez se llenaba, hizo que el Jardín perdiera también su atractivo diurno.  

 

Con el traslado al nuevo plantel, aquel grupo del Instituto de la Habana rápidamente absorbió mi vida.  Clases, asambleas, baloncesto, fiestas, trabajos agrícolas y aquellas brigadas sanitarias que prepararon el sótano del Instituto para servir de hospital y refugio antiatómico cuando la crisis de Octubre.  Durante esa etapa, hasta estuvimos varios días durmiendo todos juntos allí.  Nunca había experimentado tanta cohesión en un grupo, nada nos proporcionaba más placer que eso de estar juntos.  Fue en el medio de aquel mágico ambiente que aparecieron los reclutadores del ejército a terminar con él. 

 

Más que la presión política de la Juventud Comunista fueron las mismas muchachas del Instituto las que nos empujaron al ejército.  A los diecisiete años, nuestros mundos giraban alrededor de ellas.  Aun con preferencias, todos estábamos enamorados un poco de todas.  La decisión no era fácil, de no aceptar te convertirías en objeto de su desprecio presente o de lo contrario, en su héroe... ausente.  Para muchos de nosotros la primera era impensable.  Partimos hacia las escuelas militares llevándonos las billeteras llenas con las fotos de carnet que nos daban las muchachas para que no las olvidáramos… pluralizando a Martí: “allí rompió su corola la poca flor de nuestras vidas”.

 

El ejército primero nos separó de las muchachas y después nos desperdigó en decenas de unidades militares.  Yo fui a dar a la Unión Soviética, donde descubrí mi vocación por las ciencias y la ingeniería, pero aun cuando estudiaba intensamente no dejaba de añorar aquella magia del Instituto.

 

Regresaba a Cuba en barco junto a otros 235 que compartieron el curso conmigo.  Soñaba con ser recibido por un nutrido grupo de aquellos que tanto había extrañado, pero el recibimiento no fue ni cercano a lo soñado.  El muelle Luz estaba repleto, pero no para mí, allí sólo me esperaba mi madre y una de las muchachas de aquel numeroso y una vez unido grupo del Instituto de la Habana.  Sólo la flaca Josefina aun se acordaba de los que hacia año y medio habíamos sido sus héroes.  Las demás ya vivían en ambientes universitarios y no les podían quedar más lejos aquellos románticos recuerdos.  Algunas hasta se habían ido ya del país…  ¿Los amigos?  con la sola excepción de Wichi, al que sus sabios padres no dejaron enrolarse por justificados motivos de salud (de la Campaña de Alfabetización había salido con una pulmonía que por poco lo mata), los demás estaban encerrados en sus respectivas unidades militares a las que con toda justicia les llamaban “Huecos”. 

 

El grupo del instituto había desaparecido!

 

Bernardine

 

Aún vestía de verde olivo cuando en el año 1965 logré, en lucha contra casi todo, sentarme en un aula universitaria.  Me uní  a otros cinco estudiantes para constituir lo que se daba en llamar un colectivo de estudio; eran, mi amigo de siempre Wichi (Luis Xudiera), Maria del Monte, Jorge Luis, Hammel y Candy.  Hammel no sólo era brillante como estudiante, además tocaba piano y pintaba muy bien.

 

Un día, conversando con Hammel, salió el tema de aquella comedia musical con Pat Boone titulada Bernardine, en la que un grupo de estudiantes habían definido una mítica muchacha ideal con ese nombre.  Hammel me preguntó cómo definiría yo a una Bernardine y al írsela describiendo, la fue pintando a lápiz de los hombros para arriba.  Ojos grandes y claruchos … facciones finas.  Lo último que pintó fue el pelo… negro en contraste con blanca piel y con un peinado muy de moda en aquella época al que llamaban arlequín.  Cuando terminó… ¡verdad que le había quedado bonita la Bernardine!  El dibujo tenía el tamaño y aspecto de una foto de pasaporte, guardé el papelito en mi billetera como antaño hiciera con las fotos de las muchachas del Instituto, hasta casi olvidar que lo tenía.

 

Mi mamá ya era una celebridad en Cuba desde antes de la revolución, su nombre artístico era Cuca Rivero y cuando se hablaba de coros, era una referencia obligada.  Pues mi mamá fue la que montó la coral para los Choros de Villalobos y aquella noche asistía con ella a su estreno en el Auditorium.  Como casi todo en Cuba, ya había sido renombrado y ahora se llamaba Teatro Amadeo Roldán.  Todavía quedaba la costumbre de cruzar la calle Calzada después del concierto a disfrutar de un refrigerio en la cafetería El Carmelo, aunque ya ésta siempre estuviera llena de gente y casi carente de oferta.  Acompañando a mi madre, me encontraba sentado como objeto extraño entre artistas y críticos que se habían acomodado en una larga mesa y  animadamente alababan la puesta en escena.  En eso veo que a varias mesas de distancia, conversaban dos muchachas, una de las cuales se parecía al dibujo de Hammel.  Más que otra cosa, acentuaba la similitud el tener el mismo largo de pelo y estar peinada con un Arlequín al igual que el dibujo.  Escapé de  la mesa de la intelectualidad y caminé hacia aquella otra en lo que me sacaba el retrato de la cartera.  Llegué ante ellas y sin decir palabra, puse el dibujo en la mesa.   ¡Esa eres tú!- le dice la amiga reconociendo el parecido,  y ella perpleja, creyendo que lo había dibujado en ese momento, comienza a alabar mis cualidades como retratista.  Lamentando no contar con los talentos que me acaban de atribuir, les empecé a contar la historia de aquella obra pictórica y ya me senté con ellas para no levantarme más hasta que la mesa de la intelectualidad dio por terminada su tertulia.  Me tuve que despedir, pues me tocaba a llevar a mi mamá a la casa, pero ya me llevaba dirección, teléfono y el verdadero nombre de aquella “Bernardine”…  que resultó ser Lourdes.

 

Locuaz y simpática esta Lourdes… y no simpática de meramente agradable sino de esa gente que hace reír manteniéndose ella seria.  Era menuda y más bien bajita, pero bien formada.  La menudez le hacía parecer más jovencita… pero me llevaba cuatro importantes años.  De no haber sido por aquella brillante introducción que me procuró el dibujo de Hammel, Lourdes no se hubiera molestado ni en echarme una mirada.  Con 24 años, ella era ya toda una mujer y yo con aquellos 20 recién cumplidos que parecían 17… un fiñe.

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Me extrañó que Lourdes no trabajara ni estudiara y sobre todo que, dado su buen ver,  estuviera desprovista de algún recio novio.  Yo me las pasaba encerrado, bien en mi unidad militar o en las aulas universitarias, eso hacía que no tuviera casi opciones para el poco tiempo libre que pudiera restar. Lourdes era una cita fácil, siempre estaba en su casa y a falta de nada mejor, la llamaba e iba para allá.  Pero aun más, tenía a su disposición un Cadillac de 1957, lo que era entonces en Cuba un carro bien envidiable y hubo veces que hasta fue ella la que me pasaba a buscar para ir a algún lado. Todo esto se explicaría si Lourdes, víctima de algún poderoso hechizo, se hubiera enamorado de mí, pero nuestra relación nunca pasó de algún besito ocasional que dosificadamente se dejaba dar.  Veinticuatro años de experiencia contra veinte de inocencia... manejaba los límites del romance como se le hace a los galgos con la liebre en las carreras de perros.  Por alguna razón que no llegaba a entender, Lourdes estaba más sola y aburrida que un center fielder en duelo de pitchers.

 

En nuestros esporádicos encuentros me contaba de las diabluras reales e inventadas, de su hermanito Etienne de unos 7 años entre las paredes de aquella casa.  Cuentos absurdos que me hacían reír a mandíbula batiente y pasar por alto el que no iba a la escuela, ni jugaba en la calle con otros niños.  Me contaba también que cada vez que veía a su padre salir con su chofer de siempre a alguna “gestión”, sabía que atrás vendría  la llamada con la noticia de que algún bar les había salido al paso para que los fuera a buscar.  El padre estaba entrando en la tercera edad, ya no trabajaba, había tenido su negocio, pero desde que se lo quitaron, desandaba por la ciudad como zombie junto a su antiguo empleado y ya único amigo.  Lourdes contaba aquello como una comicidad digna de Mark Twain, lo que hacía que pasara por alto lo trágico de la situación.

 

Sin llegarme a aceptar como romance, Lourdes me dedicaba el tiempo que sólo se le dedica a un novio, uno como aquel imaginario que decía tener en Varadero.  Me contaba de aventuras con él, tan locas que ni yo en mi inocente credulidad podía llegar a tragar... ¡eso lo estás inventando Lourdes!  - Si pero no deja de estar divertido ¿verdad?  Por mi parte, entre cuentos y risas, un poco que olvidaba mis frustrados deseos carnales y por eso continuaba visitándola.  Nunca hablamos de política, ella sabía que estaba en las fuerzas armadas y yo, aunque sospechaba que ella no le tenía gran afecto a la causa revolucionaria, tampoco quería saberlo de manera explícita.

 

Así iban las cosas hasta que un día llamé a Lourdes, pero nadie me salió al teléfono; pasé por su casa y encontré el sello de la Reforma Urbana en la puerta.  Comprendí entonces que todo ese tiempo habían estado esperando por la salida y les había llegado. Nunca me dijo que se iba, quizá pensó que debía resultarme obvio, además eso era algo que no se solía decir en alta voz.  No se despidió de mí, pero así pasó con todos mis amigos de la niñez así que no me sorprendió, simplemente desaparecían como si se hubieran muerto.  Los que se iban no solían despedirse de aquellos que jamás volverían a ver y así fue, nunca más supe de Lourdes.

 

Parece que ya mis “problemas ideológicos” habían debutado, pues no lograba odiar a los que se iban.  Aquellos eran tiempos en que la razón iba por un lado y el corazón por otro.  No quería ver el desastre que era aquella revolución en la que estaba metido.  A la luz de hoy todo me resulta claro... la familia de Lourdes, como todo el que presentaba para irse del país, vivía en una especie de limbo, desprovista de todo derecho.  A los que se iban no se les permitía ejercer sus profesiones, tampoco podían aspirar a otra ocupación que no fuera la de enterrador, peón de la construcción o del agro en los más lejanos confines a los que los funcionarios del régimen les fuera posible enviar.  La universidad... esa era sólo para los revolucionarios y por tanto, no era para Lourdes.  Etienne no iba a la escuela, ya que los hijos de los gusanos no eran bien vistos allí y por otra parte, las familias gusanas tampoco veían bien la educación adoctrinante que se impartía en sus aulas.

 

El mayor vejamen parecía poco hacia aquellos "vende patria" que renunciaban a construir el socialismo junto a su revolución y preferían irse a besarle los pies al imperialismo.  Con esa retórica se justificaba cualquier atropello.  Los que se iban tenían que dejarle al "Estado" todo aquello que se les había inventariado cuando presentaron su solicitud de salida del país, eso incluía casa, automóvil, electrodomésticos, muebles, adornos, vajillas y hasta la ropa de cama, de manera que todo lo que tenían durante su espera estaba en mero usufructo.  Si algo de lo inventariado se rompía o perdía, debían reponerlo, ya que cualquier detalle podría impedirles la salida.  Si algún familiar quedaba viviendo en la casa, para poder seguir habitándola este debía pagarle al estado por la parte alícuota que les fue confiscada a los que se marcharon.  En resumen, una vez que presentaban sus solicitudes para salir del país, sus vidas como que se les detenía durante muchos meses y rara era la vez que éstos no se convertían en años.  Qué sentido podía tener para una joven como Lourdes alimentar una ilusión si ésta tendría que terminar con su ida del país.  La sabiduría que da la experiencia  me permite hoy llegar a la nada halagadora conclusión de que Lourdes se dejaba acompañar por mí porque sabía que yo era un “alguien” de quien no se iba a enamorar. . .

 

La Ida

 

Pasó el tiempo y como dijera Martí, un águila sobre el mar… el dibujo con la Bernardine de Hammel desapareció de mi cartera y su destino final de mi memoria.  La vida dio sus vueltas;  de alumno universitario llegué a ser profesor titular.  La revolución ya había abandonado mi corazón, pero aun esto no llegaba a ser explícito en mi mente.  Aun así, algo se les transparentaba a los inquisidores de la corrección política y eso fue suficiente para que mi carrera académica fuera cuesta abajo hasta terminar trabajando de ingeniero en una oscura plantilla.  Estaba tocando fondo cuando, sin nada mucho más importante que hacer, cediendo a una exhortación sindical, presenté un trabajito al concurso de una revista técnica.  Mejor debía decir de "la revista técnica”, ya que era la única que malamente circulaba en Cuba.  De haber estado todavía en mi cátedra no me hubiera enterado y mucho menos interesado en  participar de ese concurso.  De hecho, cuando me llegó la comunicación de que había resultado ganador, ya ni me acordaba de haber presentado algo allí.

 

Fui citado a la redacción de la revista, y en lo que llenaba los papeles para aquello del premio... frente a la mesa en que escribía, una secretaria esperaba ansiosa a que terminara.  Cuando subí la mirada fue como una aparición... ahí estaba ante mí la auténtica Bernardine, esa que una vez le describiera a Hammel, con su pelo negro, ya sin aquel ridículo arlequín, tez clara, ojos enormes.  Lo que no pudo Hammel plasmar en su dibujo eran sus finos ademanes y su voz melodiosa,  además de esa seriedad y altivez que se me hacía inalcanzable.  Con todas esas bondades, Bernardine  podía haberse llamado Tomasa o Petronila, pero de contra respondía a un nombre que me sonaba perfectamente musical… Mabel.  Pensaba que eso de enamorarse era cosa juvenil de mis años de estudiante, pero la magia de aquel encuentro me dejó flechado de inmediato y para mi suerte, el embrujo terminó envolviéndola a ella también y a partir de ese momento mi vida dio un vuelco completo. 

 

Mabel vivía otra especie de limbo, su carrera de secretaria también tocaba fondo.  Después de que su padre cayera preso por “peligrosidad”,  de secretaria de oficinas a nivel de ministerio había terminado tomándole largos y aburridos dictados al director de aquella oscura publicación.  Y no es que fuera la hija de un peligroso criminal, la figura delictiva de la “peligrosidad” se le aplicaba a cualquiera que el régimen estimara como propenso a delinquir. Por ejemplo, aquellos desafectos que no se integraban al sistema y que no obstante lograban subsistir sin trabajar para el gobierno, resultaban sospechosos de estar haciendo algo ilícito.  Al igual que mi suegro, fueron muchos a los que por similares motivos les aplicaron la tal “peligrosidad”.   El tuvo la suerte de ser de los que el régimen enviara para EU cuando la noria del Mariel. . .

 

 

En pocos meses ya estábamos casados y ese matrimonio fue una unión simbiótica que dio inicio a una cadena de éxitos que me llevaron a merecer los más altos reconocimientos profesionales que pueden obtenerse en Cuba.  Aquello me acercó a las más altas esferas del gobierno, pero lejos de devolverme la confianza en la Revolución acentuó más mi rechazo.  Cuando en Cuba aparece el temor de que alguien mínimamente notorio pueda desviarse de la estrecha línea del Partido, pasa a ser demolido.

 

Logré escapar de una inminente demolición huyendo al exilio, pero tuve que dejar atrás a Mabel, la que de inmediato pasó a ser la esposa del desertor… El aparato de la “seguridad del estado” registró nuestra casa, confiscó nuestro automóvil, mis herramientas y todo lo que les resultó de interés, incluyendo fotos personales y recuerdos.  No ya que no pudiera conseguir trabajo, hasta los amigos temían acercársele; fue una especie de prisión domiciliaria que duró dos largos años.  Esta vez, para seguir usando términos del catecismo católico, peor que un limbo fue más bien  un Calvario.  

 

Mabel solicitó su pasaporte para salir legalmente del país y para mi sorpresa, lo obtuvo.  Le pude conseguir dos visados, uno para Italia que gestioné a través de la compañía Italiana que me empleaba y una visa humanitaria de los Estados Unidos, otorgada para que asistiera a su padre quien sería sometido a una cirugía del corazón.  Pienso que el régimen le otorgó aquel pasaporte por error, ya que cuando se presentó en el departamento de inmigración para obtener su permiso de salida, no solo le fue negado sino  que ese pasaporte le fue confiscado…  Llevaba implícito aquel mensaje dantesco de las puertas del infierno “Perded toda Esperanza”.

 

Me tomó decenas de denuncias públicas y privadas; radiales y escritas; nacionales e internacionales; un asilo derivativo y dos años de prisión domiciliaria para que soltaran al rehén...

 

El Túnel de los Palos

 

Así le dicen a las tribulaciones de los primeros años por la que todos los exilados tienen que pasar.  La expresión viene de una película en que se veían aquellas iniciaciones de una escuela militar, que consistían en que el aspirante debía atravesar corriendo entre dos filas de cadetes armados con palos, que le asestaban golpes al pasar. 

 

Entré al Túnel de los Palos aquella mañana que hice llegar una carta de despedida a la misión cubana en México, en la que declaraba el carácter político de mi desaparición.  Había desertado al régimen y a partir de ese momento era su enemigo… acababa de lanzarme al vacío.

Entraba al exilio por corte, con lo que me ahorraba los largos limbos y calvarios de aquellos que presentaban su salida o los riesgos y penurias de la balsa.  No obstante, México era un medio hostil para el “quedao”, ya que existían antecedentes de captura y su inmediata devolución a la Embajada de Cuba por parte de miembros de la Policía Judicial, a la que en México llaman la “Per-judicial”.  Se decía que la embajada los recompensaba.  Para empeorar la situación, llegó a mi conocimiento que el aparato de la Seguridad del Estado de Cuba había enviado a sus agentes con la misión de capturarme.  Traté de refugiarme en la Embajada de los Estados Unidos en ese país, pero allí me informaron que México no era firmante de los tratados panamericanos de asilo político y que por tanto no podían proporcionarme un salvoconducto para abandonar su territorio.  Para estar a salvo, tenía que lograr de alguna manera pisar territorio americano.

Ayudados por buenos amigos mexicanos y miembros de la Fundación Cubano-Americana residentes allí, logré llegar a los Estados Unidos sin ser capturado, cruzando el Rio Grande en las cercanías de la ciudad de El Paso, Texas. . .  Comenzaba así mi etapa nómada.

De ahí volé a la ciudad de Los Ángeles y estuve alrededor de un mes en casa de un primo por parte de madre, Alfonso Rivero (Fonchi), al que no veía desde que se marchó de Cuba con su madre y hermana en 1961.  Un abogado de inmigración que consultó mi primo aconsejó que mejor fuera presentar mi solicitud de asilo político en la Florida.  Me trasladé a Miami y mi amigo Wichi (sí, el mismo del Columbus; la Alfabetización; el Instituto y la Universidad) me albergó en su casa por algo más de una semana; de ahí, un antiguo compañero de armas de las TCAA, Alberto Arencibia, me llevó para la suya hasta que concluí los trámites del asilo político.

Un antiguo alumno mío de cuando impartía clases en la Escuela de Física en La Universidad de La Habana,  mi amigo Juan Martínez (Juanito), que con los conocimientos de electrónica allí adquiridos había logrado una alta posición en la compañía multinacional JVC, me ofreció albergarme en su casa en New Jersey y la oportunidad de trabajar para esa compañía.  Juanito me envió el pasaje de avión para que me trasladara a New Jersey, pero aquel chofer, también recién llegado, que se ofreció para llevarme al aeropuerto, se perdió y se me fue el avión.  No podría usar el pasaje otra vez hasta la siguiente semana.  

Unos amigos mudándose y otros de viaje… hubiera tenido que dormir en la calle de no ser por Hilda (Hilda Rabilero), la animadora del popular programa de la TV cubana “Contacto”, a la que había conocido en Cuba cuando me entrevistó en su programa y ahora recién llegaba al exilio con su hija y pasaba también por el Túnel de los Palos.  Durante aquella semana me permitió  pernoctar en su casa hasta que finalmente pude viajar a New Jersey.

En casa de Juanito en New Jersey estuve tres meses hasta que me llegó el asilo político.  Allí me pasaba casi todo el tiempo solo, no podía ir diariamente a JVC por no tener aun el permiso de trabajo, y en lo que Juanito y su esposa se iban a trabajar yo estudiaba febrilmente como programar bajo el sistema operativo Windows.  En Cuba “Windows” era una novedad, pero en EU ya iba por su tercera versión y las “experticidades” que traía de allá hacía rato que eran obsoletas.

Lo peor del Túnel de los Palos no es la incomodidad sino la incertidumbre. . . ¿Daré la talla aquí?; ¿Volveré algún día a ver a mi hija, mi madre, mis tías…? ;  ¿Cuánto tiempo para sacar a mi esposa de aquello?  Cuando al fin me llegó el asilo regresé a Miami y fue no sólo para terminar los trámites que formalizarían mi situación migratoria sino por ser la “Capital del Exilio”.  Pude haber regresado a New Jersey a trabajar en JVC, pero era sólo en Miami que podía hacer la campaña de solicitudes y denuncias para traer a Mabel.

Aún con el asilo en la mano pasarían unas semanas antes que me llegara el permiso de trabajo; durante ese tiempo mi amigo Arencibia me consiguió un trabajito de ajustar antenas para un empresario español.  Este me permitió además pernoctar unos días en el almacén de su compañía, que tenía hasta un pequeño baño con ducha.  Cuando al fin tuve el permiso de trabajo, la compañía italiana Itelco USA, que fabricaba trasmisores de TV y FM, me contrató para trabajar en proyectos de desarrollo.  Por unos días Giorgini, el que fuera mi jefe en Itelco, me albergó en su casa, hasta que con un adelanto de mi salario pude alquilar un apartamento barato al que podría al fin llamar… mi casa, dando por terminada mi etapa nómada en el exilio.

El apartamento estaba totalmente desamueblado, por lo que la primera noche tuve que comprar sábanas y un par de almohadas para dormir sobre la alfombra.  Eso de la “limpieza” no figuraba entre las virtudes de los anteriores moradores de aquel apartamento y en cuanto apagué la luz las cucarachas salieron en masa de sus escondrijos.  Me guarecí bajo la sabana ignorando el tráfico de estos asquero-insectos hasta que logré caer rendido por el sueño y el cansancio.  Al día siguiente compré una especie de “granadas insecticidas” que vendían entonces en el supermercado. Uno las abría y comenzaba a llenar la casa de un denso humo, que de no huir de inmediato podían convertirse también en homicidas.  Algo peligrosas pero efectivas estas “granadas”, nunca más volví a ver una cucaracha en el apartamento.

 

Ese primer adelanto me alcanzó para dar el primer pago para la compra del Chevy Spectrum de 1987 que el hijo de aquel empresario español de las antenas consintiera en venderme en tres plazos.  Ese carro no era tan viejo, lo vendía barato ($1300) porque era de cambios y sólo le funcionaban dos cilindros.  Mis años de cacharrero en Cuba me sirvieron para intuir que el estado ruinoso de aquel motor era de origen eléctrico o sea que podía repararlo con poco dinero y así fue.  Disparando en aquel par de cilindros y en segunda, logré llegar hasta el “Autoparts” más cercano.  Allí mismo le cambié bujías, cables, la tapa del distribuidor, le ajusté el tiempo y salí andando.  

Teniendo ya en que moverme, pude hacerme de un sofá que recogí en la calle y un par de colchones de un contenedor de escombros., Estos  fueron temerariamente transportados sobre el techo del Chevy.  Lo mencionado y dos sillas que me regaló Arencibia, fueron el mobiliario inicial del apartamento.  Tenía dos cuartos y no demoró en aparecer un “roommate”; otro cubano que atravesaba el Túnel de los Palos, Eugenio Pousin, al que no conocía con anterioridad pero que me fue recomendado por una amistad.  Eugenio,  además de ayudar con la renta contribuyó con algunos cacharros de cocina que la familia le había regalado.  Al mes siguiente, uniendo unos pesitos nos compramos un televisor y rondando los basureros públicos seguimos amueblando la casa.

El Túnel se iba acabando… en dos años llegaría Mabel y en tres volvería ver a mi madre en México.  La reclamación oficial de nuestros hijos Laura y Alain demoró tanto que ambos lograron llegar al exilio por sus propios medios sin que la Visa terminara de ser otorgada.  En cinco años Alain desertaba de una gira artística en República Dominicana logrando quedarse allí con su compañera de estudios y trabajo Yeni Santos y hoy comparten sus vidas juntos aquí en Miami.  Laura escapaba de Cuba usando otro subterfugio y pude recogerla en el aeropuerto de Miami unos años más tarde; su novio desde Cuba Reynaldo Venancio también se le unió  y finalmente se casaron y ya tengo dos preciosísimos nietos, Sofía y Ray.  Hoy el Túnel de los Palos parece haber terminado para ellos también…


 

La Resurrección de los Idos

 

Los que nos quedamos en Cuba no esperábamos saber nunca más de aquellos que se iban del país.  Ni siquiera nos preguntábamos que habría sido de sus vidas, era como si hubiesen muerto.  Cuando al fin llegué al exilio muchos de aquellos “muertos”  empezaron a cobrar vida. Era como si hubiera llegado al cielo y me encontrara allí con mis “difuntos”.

 

Primero resucitaron mi primo Fonchi, del que no sabía desde 1961 y Wichi, que se había ido hacía unos ocho años, cuando aun yo no hubiera creído que mi vida terminaría también en el exilio.  Después, las reuniones anuales del los antiguos alumnos del Columbus School revivieron a muchos de aquellos devorados de 1961.  Enterados de que recién llegaba al exilio me contactaron otros connotados “quedados” del giro de la computación, de la universidad, del ejército y hasta de la farándula.  Hacía contacto también con los primeros escapados de EICISOFT, el centro que dirigí en Cuba, y por primera vez intercambiábamos nuestro sentir libremente, ya sin el terror comunista.

 

Demoró un poco más dar con la familia paterna, pero la casualidad permitió que me encontraran y pude ver vivos a mis tíos Hilda y Rubén, así como a una decena de primos y primas segundos con sus respectivas familias.  Hubiera alcanzado a ver a mi padre de no haberse suicidado hacía unos quince años (1978).

 

Aborrecía a la tiranía, pero no podía evitar que se mantuviera mi afecto hacia mucha gente buena con quienes me relacionaba en Cuba, aun cuando estos siguieran vinculados al proceso que había desertado.  Lamentaba tener que defraudar a esos que fueron mis compañeros de armas, a los que me apoyaron desde posiciones de dirección o a muchos familiares y amigos creídos de que yo compartía su amor por aquello.  Pero como dice ese estribillo de Rubén Blades… “La vida te da sorpresas” y no fueron pocas las que me daría, así me pasaba cada vez que veía llegar al exilio alguno de aquellos que una vez creí defraudar.  Otras veces fueron los hijos de estos los que aparecían por distintas partes del mundo y que me hacían llegar saludos de sus padres.

 

Más tarde aparecieron las redes sociales y estas me permitieron hacer contacto con antiguos alumnos y colegas de la Escuela de Física. No he tenido el mismo éxito en mi búsqueda de antiguos profesores a los que mucho admiraba o a los viejos vecinos del FOCSA… ¡Es que este mundo fuera de Cuba es demasiado grande!

 

Es común entre los que han emigrado, ese cierto apego a lo que dejaron en sus países de origen.  Los cubanos no son distintos, sólo que para los que llevan ya cierto tiempo afuera, lo que más puedan extrañar posiblemente ya no exista.  A esto contribuye el deterioro material o a la completa desaparición de edificaciones y otros lugares vinculados a su historia.  Los graduados de universidades conservan muy especialmente los recuerdos de su Alma Mater.  Para los que fuimos a La Universidad de La Habana… bueno, la escalinata y su estatua creo que siguen ahí todavía, pero he sabido que el edificio donde recibí e impartí clases hace años que no está siquiera habitable.

 

Pero más aun que los edificios y lugares se echa de menos a las personas con que compartimos en ellos.  En el caso mío, esas personas andan desperdigadas por el mundo en su mayoría.  Los mejores ratos de mis últimos años en Cuba eran los que, casi semanalmente, pasábamos Mabel y yo en casa de nuestro amigo Daniel Stolik, junto al “el Coco” (Dr. Manuel Hernández Vélez) y otros invitados ocasionales, cantando viejos boleros, sones y guarachas.  Le llamábamos las “Peñas de Stolik” y nunca logré reproducir eso en el exilio.  En una ocasión, el Coco me llamó desde Madrid para decirme que habían coincidido allí, nada menos que Stolik y el Yeyo (Dr. Luis Fuentes), otro de los que frecuentaba aquellas peñas.  Era tan fuerte aquella nostalgia que, en ejercicio de las adquiridas libertades, Mabel y yo nos montamos en un avión y en breve estábamos todos juntos otra vez cantando las canciones de la trova frente a la estación de Atocha en Madrid.

                                                                                

Por un lado el correo electrónico, al que en los últimos años algunos cubanos han logrado tener acceso y por otro, que el régimen haya ido renunciando a perseguir la comunicación con “los idos”, me ha permitido el no parecerles tan muerto a los de allá como antaño me pasaba a mí con los que se iban.  Para los que se quedaron, la tecnología ha sido como una especie de “médium” con el más allá del exilio.  Quizá algún día pueda hasta practicar una “aparición”, pero eso va a depender de quien se muera primero, el régimen actual o yo.