Tuve la fortuna de ir a esa
tierra unas ocho veces por períodos rara vez menores de un mes. El viaje era
demasiado caro y penoso para estar allí sólo unos días. Los cubanos que viajaban
a Tokio lo hacían a través de Moscú, lo que implicaba estar unas dieciocho
agotadoras horas montados en un incomodísimo IL-62.
Por suerte, una vez que establecí mis contactos allí, estos lograban
cambiarme esos pasajes de Aeroflot por unos equivalentes en JAL y las últimas
veces regresé por México en la clase ejecutiva de un Jumbo-Jet de Boeing.
Los que aman socialismo
creen en la capacidad de ese sistema para crear un “hombre nuevo”. Uno que
trabaja por una cuestión de honor, con una honestidad y comportamiento social
irreprochables, aunque la realidad haya sido que aquellos que se desarrollaron
bajo regímenes socialistas, terminaron con comportamientos corruptos y
antisociales. ¿Qué es lo más
parecido a ese “hombre nuevo” que he conocido? …el japones de la década del 80.
A continuación relato algunas experiencias antes que la senectud logre borrarme
la memoria.
La primera vez que fui a
Japón en 1981, a mi llegada al aeropuerto de Narita, me dieron un papelito con
unos breves consejos para aquellos que venían de Occidente: Recuerdo
especialmente un par de ellos:
•
No dé propina. Esto resulta un poco ofensivo
puesto que se interpreta como que el servicio ha sido insuficiente y Ud.
requiere de algo que no ha recibido.
•
Es común en otros lugares que se aconseje no
salir de noche, no caminar sólo o evitar algunos lugares.
Aquí en Tokio puede usted caminar solo o acompañado a cualquier lado y a
cualquier hora. Aquí eso del asalto callejero es inaudito. Recuerdo las palabras
exactas, “Mugging is unheard of”.
Guardé el papelito y
recuerdo que comenté sobre ese último punto en la Oficina Comercial de Cuba como
que eso tenía que ser una exageración. Alguien allí me respondió que, en efecto,
nunca había oído hablar de un asalto callejero en todos los años que llevaba
allí y que eso no le extrañaba porque - “aquí cualquier chinito descomío, de
esos que parecen unos infelices, te puede mandar al hospital o directo la
morgue, sin hacer esa escala,”.
Años después, estando de
nuevo en Tokio, supe del triste caso de un karateca del equipo nacional de Cuba,
al que habían mandado a Japón a obtener algo así como un Tercer Dan.
Se fue a celebrar su reciente graduación con algunos de sus compañeros y
se emborrachó. La nota le dio por meterse con una parejita que estaba en el
lugar. En un momento que el novio temió por la integridad física de la muchacha,
le puso un aguacero de golpes al Tercer Dan y este terminó en el hospital. Ya
convaleciente, el novio se apareció en su habitación con flores y, bajando la
cabeza, en esa ceremoniosa inclinación a la que los cubanos llamábamos “dar
lomo”, y le imploro su perdón por haberse excedido.
En
una tienda, un restaurant o en cualquier lugar, notaba que, si uno se dirigía al
alguien, muchas veces esta persona corría hacía uno y, aunque estuviera cerca,
siempre hacía el ademán de correr. Me explicaban que cuando un joven era
interpelado por alguien mayor en edad o jerarquía, era de muy mala educación el
no hacerlo.
El
respeto iba en ambas direcciones, por las mañanas veía los niños ir a sus
escuelas. Todos iban igualmente uniformados, muchos caminaban en grupos. Cuando
iban a cruzar la calle, levantaban sus manitos mientras corrían en el lugar y en
cuanto lo hacían, aquel inmenso tráfico de Tokio se congelaba hasta que el
último niño no tuviera sus dos pies en la otra acera y estos lo hacían
corriendo, en muestra de consideración. Muy distinto a como es aquí en los
Estados Unidos donde se requiere de policías y personal auxiliar para detener el
tránsito y entonces, esos niños se toman desafiantemente todo su tiempo para
cruzar, como diciéndole a los conductores que esperan “a mi tienen que
rendirme”.
Dejar
el vuelto en Japón era peor que dar propina, pues ésta última, el japonés puede
rechazarla y ahí termina la cosa. Dejar el vuelto y marcharse, eso le creaba un
problema a cualquier dependiente japonés. ¿Qué va a hacer entonces con ese
dinero que no era de él? ¡tremendo dilema!
Mis primeros viajes a Japón
los hice con quien era mi jefe entonces, el director de la empresa EICI, Antonio
Evidio Días González, alias Villo, que había estado allí muchas veces.
Había un barrio en Tokio
llamado Akihabara, donde se vendía, tanto al menudeo como al por mayor, todo lo
concerniente a la electrónica y lo último en alta tecnología.
Los establecimientos allí tenían, comprimida a un mostrador, la mercancía
que pudiera ofrecer una tienda completa en América o Europa.
Un timbiriche promedio de Akihabara no tenía más que, digamos, unos 10-20
pies cuadrados, decenas de años de fundada, ofrecía garantía y es posible te
tuviera hasta licencia de exportación.
En
aquellos chinchales se desplegaba un increíble ingenio en su compactación y el
dependiente, que generalmente era el mismo dueño, lograba insertarse dentro de
aquello quedando totalmente rodeado por la mercancía.
Villo era un “jodedor
práctico” y una vez en que visitábamos ese lugar me dice ¿Tú quieres ver como
ese chino vuela por arriba de todo esto? … y con la misma, se fue sin recoger el
vuelto. Aquel pobre dependiente, ni
sé cómo hizo para salir de adentro de aquel mar de parafernalia electrónica,
pero no habíamos avanzado mucho cuando ya nos alcanzaba con el vuelto en la
mano.
En
aquellos mercados del barrio de Ueno en Tokio, había establecimientos a los que
yo llamaba “unidimensionales”.
Tenían uno o más mostradores larguísimos pero atendidos por una sola persona. La
mercancía descansaba sobre esos mostradores y era la usanza que la clientela las
tocara o si eran, por ejemplo, relojes o espejuelos, pues se los probaran. Si al
fin, alguien decidía comprar algo de lo allí expuesto, debía insistir en llamar
la atención de aquel dependiente, “Símasen, Símasen”, para que éste viniera a
cobrarle. ¿Cómo es que nadie se
llevaba nada? El hurto para un japonés era impensable, parece que tantos siglos
de cotarle los dedos a los ladrones dieron resultado y, a estas alturas, ya a
nadie se le ocurría llevarse nada sin pagar.
Me resultaba curioso no oír
a ningún cubano jactarse de haber hurtado algo de alguno de aquellos mercados y
una vez comenté esto con otro misionero y su respuesta fue - ¡Que va! Con estos
chinos nunca se sabe, cuando nadie lo hace es por algo -.
Todo esto asombraba a los
cubanos que en una ocasión pusieron una billetera en la que asomaba un billete
en la vía pública. Esta se podía
ver desde una de las cámaras de seguridad de la Oficina Comercial de Cuba.
Después de horas esperando que alguien
se la llevara, un japones se detuvo, la recogió y la puso en un lugar más
visible y donde nadie pudiera pisarla hasta que su dueño viniera por ella.
Yo
soy un tipo muy distraído y dado a perder todo aquello que no esté firmemente
sujeto a mi cuerpo. En mi primer
viaje a japón, llevaba una cámara réflex de lente grande, pero de factura
soviética, que una vez alguien me regaló.
No era gran cosa, pero daba el plante de ser cara, porque tenía un vago
parecido a una de esas buenas de Canon o Minolta. A los pocos días de llegar a
la ciudad de Nagano, la dejé en una mesa después de comer en un Mac Donald.
Caminaba erráticamente por aquellas calles comerciales cuando siento que
alguien me perseguía en un pequeñísimo scooter por entre la multitud, “Símasen,
Símasen”, me gritaba, mientras mostraba la cámara que pendía de su mano. Traté
de recompensarlo, pero de ninguna manera, me regaló varios “lomos”, una sonrisa
de muchísimos dientes y se marchó veloz en su scooter.
Esa cámara insistía en
perdérseme y, en el viaje de regreso a Tokío, la dejé en el tren. Descorazonado
lo comenté en la Oficina Comercial y me dijeron que llamara a la estación que
seguro alguien la había recogido y llevado al departamento de “lost and found”.
No puede ser, pensé, con toda la gente que estaba en ese tren alguien se la
tiene que haber llevado. No obstante, allí estaba esperando por mí.
Acababan
de salir las máquinas de coser con microprocesadores y enterado de esto quise
llevarme una para estudiarla en EICISOFT. Pregunté en la Oficina comercial si
conocían de alguna firma de máquinas de coser y me dieron una información
promocional de una firma que hacía tiempo les había llegado. Sus representantes
se personaron allí y me mostraron catálogos de sus productos. Eran más bien
máquinas industriales cuyas prestaciones y precios se iban por encima de mis
requerimientos. Unos de esos representantes, dándose cuenta de lo que buscaba,
me recomendó un producto de la firma Brother, que era su competencia. Me
atreví
a preguntarles que si eso de recomendar un producto de otra firma no perjudicaba
a su compañía y recibí esta respuesta – “todo lo contrario, ya que esto nos
asegura de que si alguna vez usted necesitara una máquina industrial, vendrá a
nosotros por haberle sido honestos”.
Compré una cámara Kodak
Colorburst 250 en la tienda Mitsukoshi del barrio de Ginza, pero llegó rota a
Cuba. Al año siguiente regreso a Japón y me sugieren llevarla en el viaje y
reclamar la garantía. El chance del reclamo era mínimo, porque no tenía el
comprobante, pero ¿qué me costaba intentarlo? Me presento en el mostrador en que
la compré y explico lo que me pasó, otro dependiente que me escucha le dice a la
que me atendía que él se acordaba de mí cuando la compré. Su palabra o quizá
hasta la mía hubiera sido suficiente, me dieron una nueva del último modelo que
ya había salido.
Si a un comerciante Ud. le
dice que ha visto el producto que está vendiendo más barato en otro lado, su
palabra le basta y si puede le hace la rebaja, o “disconto”, como suena en
japonés, si no, baja su cabeza y le dice avergonzado que es incapaz de competir.
En Japón se puede negociar, pero nunca “regatear’, ya que eso es ofensivo.
Un regateo implica que ese comerciante no está siendo honesto y que, a
sabiendas, le está cobrando más de lo que esa mercancía vale en el mercado. Si,
por ejemplo, Ud. hace una compra de cierto volumen y pide un “disconto” sobre
esa base, no es sólo admisible, sino que pueda que el mismo vendedor se lo
ofrezca sin Ud. solicitarlo, pero ofende si lo pide sin añadir una razón para el
mismo.
Me
gustaba escuchar especialmente una emisora americana de FM que, desde Plantation
Key en los cayos de la Florida, trasmitía mi música favorita, esa del llamado
“American Song Book”. Algunos
canales de TV en Japón trasmiten en la misma banda de frecuencias que la radio
de FM en América y, por eso, quise comprar una antena de TV japonesa para captar
la FM americana desde mi casa, que entonces estaba en La Habana.
Con ese objetivo fui a un
establecimiento de Akihabara que se especializaba en antenas.
Escogí una que me pareció la más adecuada para la inclemencia climática
habanera. Procedo al pago, pero el dueño, que se percata de que no soy japonés,
me aborda con la pregunta de dónde me proponía yo instalar esa antena.
Cuando le respondo, me dice que no podía vendérmela, ya que eso sería
permitir que me llevara de su tienda algo que no me iba a servir.
Tuve que convencerlo, basándome en la respuesta espectral y los patrones
direccionales que venían su documentación, de que mi proyecto era técnicamente
correcto y sólo entonces autorizó la venta. Le
simpatizó eso de que supiera algo de antenas y me regaló un filtro para aumentar
la selectividad de la que me llevaba, a fin que lograra un mejor ajuste a la
banda americana de FM.
Contrasta esto con el triste
final de aquella antena. Funcionó a las mil maravillas, pero al poco tiempo de
instarla en la azotea del edificio donde vivía, me la robaron.
En una oportunidad alguien
elogió el traje que vestía un empresario que nos recibía en su oficina pensando
que con eso lo halagaba y este le respondió - “Uno no se viste para lucir su
estado de bienestar, sino como una muestra de respeto a hacia las personas con
quien se reúne”. O sea, que
si un millonario que lo recibe a usted con un traje de $100, le está faltando al
respeto.
En los 80 ya no se podía
desarrollar electrónica digital, ni siquiera reparar aquellas primeras
microcomputadoras sin un buen osciloscopio.
Los que habíamos logrado conseguir en Cuba para EICISOFT tenían,
malamente, 10 MHz de ancho de banda, por lo que casi que trabajamos a la ciega.
En cuanto un dinero se hizo disponible, en unos de mis primeros viajes a
Japón, me propuse adquirir uno de 150 MHz, que era lo mejorcito que se ofertaba
entonces. La tal disponibilidad no era de efectivo, ni siquiera se trataba de
una cuenta bancaria contra la que pudiera emitirse un cheque, sino que estaban
en lo que se llamaba una carta de crédito irrevocable a cobrar contra documentos
de embarque. Lo que se traduce en
que no podía llegarme a Akihabara a comprármelo, sino que todo tenía que ser muy
formal a través de la Oficina Comercial de Cuba.
La firma Iwatzu consintió en
enviar un representante que se personó en dicha oficina con una carpeta de
catálogos. Se presentó como Hiro,
era ingeniero electrónico y hablaba muy bien el inglés.
Le simpatizó mucho el que yo conociera del tema de esos instrumentos,
parece que no era frecuente que sus clientes tuvieran la cultura técnica que el
haber sido profesor de electrónica en la universidad por unos diez años me había
dejado.
Terminada
la transacción, Hiro me invitó a una comida y allí me contó de que él, hasta
hacía poco, se desempeñaba como diseñador de osciloscopios en la fábrica, que
había trabajado en el desarrollo del tubo de pantalla de ese modelo que acababa
de comprar. Extrañaba su época de
diseñador y hubiera querido seguirlo haciendo, pero que era política de la firma
que después de los 35 años, los diseñadores pasaran a otras posiciones, como
ejecutivos, promotores, representantes etc. Estaba muy contento de poder
conversar con alguien de esos temas ingenieriles que aún lo apasionaban.
Le pregunté por qué no había
buscado ese tipo de trabajo en otras compañías. Me respondió que él sabía que
eso era común en occidente, pero no en Japón, donde se espera que el trabajador
le sea leal a la firma que lo emplea y que ésta le devuelve esa lealtad.
Añadía que Iwatsu nunca lo
despediría, aunque ya no lo quisiera de diseñador, siempre le buscaría algo que
hacer dentro de la compañía. Si yo tuviera algún problema de tipo legal, tendría
a mi disposición los abogados de Iwatsu y que cuando, ya viejo, no pueda
trabajar, me dará una pensión. Hiro
era de Iwatsu e Iwatsu era suya.
Una vez que Hiro me hizo
conocer de eso, lo observé reiteradamente en mis subsiguientes visitas y durante
una década, siempre traté con las mismas personas vinculadas a las mismas
compañías.
Nunca más compré
osciloscopios, no obstante, siempre que llegaba a Japón, llamaba a Hiro, el
representante de Iwatsu con quien había hecho amistad y acordaba alguna cita con
él. Durante una de esas comidas a la que siempre me invitaba, le conté de
nuestros proyectos en el tratamiento de imágenes médicas y me preguntó si
estaría dispuesto a exponer sobre este tema en su compañía.
Aquello me honraba muchísimo y por supuesto que acepté.
Preparé mi exposición, Hiro pasó recogerme al hotel donde me hospedaba y me
condujo a un edificio de la firma que contaba con un pequeño anfiteatro.
Este empezó a llenarse con personal técnico, que jefe de Hiro me iba
presentando. Terminada mi
exposición, dije sentirme muy honrado de que especialistas de ese nivel se
sentaran a escuchar a un plebeyo del tercer mundo como yo.
El jefe de los allí presentes, inclinándose japonesamente, me
respondió- Todo hombre sabe algo que uno no sabe y si él está dispuesto a
decírselo, no sería sabio el negarse a escucharlo, ¿verdad? -.
Había ayudado a instalar
unas computadoras en la embajada de Cuba y el entonces embajador, José Armando
Guerra Menchero, tuvo la amabilidad de, él mismo, devolverme en un carro al
hotel. No usó el Mercedes de la banderita, sino un “van” que manejó el mismo. En
el viaje, conversábamos de la naturaleza nipona, cuando decide hacerme una
demostración. Timoneó bruscamente a la derecha cerrándole el paso al conductor
contiguo, cuando éste le pasó por el lado, no le gritó los improperios de rigor,
ni le hizo los gestos obscenos que serían de esperar cuando semejante “cañona”
ocurre en occidente. Al contrario, le sonrió y bajó la cabeza en reverencia.
Guerra, pasó a explicarme - esa persona, no concibe que yo haya hecho eso para
ofenderlo o lastimarlo, en cambio, considera que yo debo tener algún problema
muy grave que me hace comportarme de esa manera y que soy más bien digno de
lástima -.
Yo soy
de los que los cubanos llaman “alondra”, significando aquellos que se suelen
acostarse y levantarse temprano. En contraste con las “lechuzas” que son los que
se acuestan y levantan tarde. El
ser alondra me permitió presenciar lo que pocos han visto, aun habiendo visitado
Japón y es porque es un espectáculo que sólo pueden disfrutar aquellos que ya
están en la puerta cuando abren las tiendas por departamentos, como esa de
Mitsukoshi, en la intersección de Ginza 4 Chome
(que suena como Guinza y no Jinza, como uno leería).
Toda
la empleomanía de la tienda se acomodaba bordeando los pasillos que daban a las
puertas de acceso. A la hora en
punto, éstas abrían y la clientela era recibida con grandes reverencias por
parte todos los empleados, desde el más humilde conserje, hasta el gerente de la
tienda.
Me explicaba mi buen amigo
allí, Taminori Baba, que todos los que participaban en esa ceremonia eran
plenamente conscientes de que, esos a quienes recibían, eran los que mantenían
el bienestar de sus familias y agradecían su presencia de todo corazón.
¿Por qué los japoneses
tienen eso tan claro y los occidentales no? No ya en el socialismo en que el
cliente es una molestia y su salario no depende en lo absoluto de la calidad del
servicio que estos reciban. Es que, aun en el capitalismo, no resulta fácil,
para un empleado de la tienda, ver que su bienestar no viene de su jefe
inmediato, ni del de más arriba, ni del sindicato, sino del cliente.
Ese, que el día que no regrese a la
tienda, no habrá más bienestar para nadie.
La
demanda hizo que los viajes a Japón multiplicaran su frecuencia y fui tres veces
entre 1983 y 1984. Los viajes a Japón constituían verdaderas escuelas, no sólo
regresaba con parafernalia de último minuto sino con conocimientos que sólo
podían obtenerse por experiencia directa. Pero para obtener tanto cosas como
conocimientos, no bastaba con ir a Japón con dinero, eso lo habían hecho otros
antes que yo sin obtener resultados ni siquiera cercanos. Era necesario tener
contactos y el contacto clave para EICISOFT fue Taminori Baba, el presidente de
Kyodo Trading.
El
comercio exterior de Japón nunca se realiza directamente con los fabricantes
sino a través de unas empresas llamadas "tradings". Había varios tradings que se
especializaban en comerciar con el campo socialista como era, entre otros,
Mutsumi Trading con las que la Oficina Comercial de Cuba hacía muchos negocios.
Kyodo Trading se especializaba en cuestiones técnicas y había sido fundado con
capital proveniente del entonces decano de la "Dieta" (Parlamento Japonés),
llamado Tokuma Utsunomiya, con la idea de ofrecerle una alternativa comercial al
gobierno cubano ante el embargo de Estados Unidos. Taminori Baba era hombre de
confianza de Utsunomiya y lo hizo presidente de esa compañía.
Baba San, así era como le
llamábamos, que quiere decir Señor Baba. En Japón el título no se antepone al
nombre, sino que lo sucede; San es Señor o Señora, no hay diferencia. En Japón
yo era Mandy San y en Cuba, Baba llamaba a mi esposa Mabel San.
Pues, parece que Baba San le
habló de mi al gran Utsunomiya y este le pidió que organizara un encuentro. No
sé que pudo haberle dicho de mí que lo motivara a reunirse conmigo, pero pienso
que eso de que estuviera promoviendo exitosamente productos de software en el
mercado japonés, motivó su atención. Ningún otro cubano, diplomático o comercial
fue invitado a aquella reunión y aunque nunca he sido hombre de elevada
política, mi poca sabiduría en ese terreno me alcanzó para hacerme el bobo y
abstenerme de hacer comentario alguno de la invitación.
Fui con Baba San en taxi
hasta un gran restaurante y esperamos en una antesala a que llegara el jerarca.
Breve fue la espera y llegó puntual, en una limosina junto a otros cinco que
pienso serían asesores, asistentes o consejeros, no sé si es que no me acuerdo o
es que nunca supe quienes formaban aquella comitiva. Gentiles damas en
tradicionales atuendos nos condujeron a una mesa rectangular en que me invitaron
a ocupar uno de los extremos. El extremo opuesto lo ocupó el Decano de la Dieta
y sentó a su diestra a Baba San, que haría de intérprete y el resto de la
comitiva se repartió las posiciones en los lados más largos de la mesa.
Utsunomiya San, que entonces
tendría unos ochenta años, rompió el hielo preguntándome, por medio de Baba San,
si gustaba de la comida japonesa y respondí, en inglés, que había aprendido a
disfrutarla y hasta comerla con palitos. Esto arrancó unas risitas antes de que
el intérprete pudiera ejercer sus oficios, por lo que quedaba claro que éste no
era absolutamente necesario y que Baba San no iba a poder arreglarme ninguna
imprudencia.
No tenía idea de que cosa
decir que pudiera interesarle a tan importante legislador y una vez terminada
esa charlilla de aliviar tensiones, vino la pregunta que contestaba la que me
hacía. ¿Cómo ve su negocio en el contexto de mi país y el suyo?
Por suerte no era la primera vez que
alguien me la hacía, tanto en Cuba como en Japón, ya el embajador cubano me
había preguntado algo muy parecido, de manera ya la tenía la respuesta bastante
armadita en mi cabeza y fue más o menos esta…
Japón y Cuba no pueden ser
más diferentes, nosotros como quien dice, nacimos ayer como nación. Uds. tienen
hasta compañías con varias veces más años de los que tiene mi país de estado
independiente. Pero al menos existe
algo en común, ninguno de los dos puede vivir de sus recursos naturales. Japón
es rico, porque tiene japoneses y Cuba no puede buscar otra vía de prosperar que
no sea a través de la creatividad y el ingenio de los cubanos. Claro, que por
mucho que fuera este, jamás podrá competir en la manufactura mecánica o
electrónica, ya que Cuba no cuenta ni con la infraestructura, ni la cultura
técnica necesarias. No obstante, ocasionalmente, aparecen oportunidades y esta
revolución de las microcomputadoras es una de ellas. Aparece en software con un
tremendo valor de cambio y para esta sólo es necesario un mínimo de inversión
para hacer valer el ingenio… y aquí nos tiene compitiendo en este nuevo mercado.
A mi exposición le siguió un
intercambio en el que ninguno de los cinco de la comitiva participaba, de hecho,
alguno que otro dormitó dando algún que otro cabezazo.
Algo dije en algún momento que el Decano asoció con Napoleón y así me
llamó jocosamente en lo adelante, incluso, así fue como se despidió de mí al
abordar su limosina.
En cuanto me quedé a solas
con Baba San le pregunté qué papel jugaban esos cinco de la comitiva, claramente
no eran una escolta de guardaespaldas, dado que eran tan o más viejos que el
parlamentario. Me dijo que era la forma habitual en que operaban los jerarcas en
Japón. A esa comitiva no le era permitido intervenir, sólo escuchar. Así el
jerarca podía obtener diversas opiniones del encuentro una vez concluido.
Además, pudieran servir de testigos si esto fuera necesario y, por último,
obliga al entrevistado a hablarle a una audiencia y no directamente al jerarca.
Estaba ante siglos de sabiduría en elevada política.
Esta reunión debe haber
ocurrido en 1985 y se tradujo en créditos y promociones a nuestros productos a
través de Baba San. Terminaba la década y la creciente deuda de Cuba, sumada a
sus repetidos incumplimientos de pago con Japón hicieron que la Dieta Japonesa,
aún con el posible voto en contra de Utsunomiya San, retirara el seguro de las
exportaciones a Cuba. Mientras existió el seguro, a los exportadores no les
preocupaba la mala paga de Cuba, puesto que el gobierno los resarcía. Ese pésimo
ambiente terminó con los negocios de “Napoleón” en Japón.
Cuando ya casi que se
acababa la década de los ochenta, la presidencia del Consejo de Estado me asigna
la misión de comprar en Japón lo necesario para producir en Cuba los moldes y
troqueles que demandaba su industria, para lo que se podía disponer de varios
millones de dólares. Cualquiera que
salga de compras con esa cantidad de dinero será muy bienvenido y, teniendo ya
buenos contactos en Japón, no me fue difícil ser recibido por personajes de
mucha importancia en la industria japonesa.
Cada reunión era de una
enseñanza sin paralelo académico. Especialmente reveladora fue aquella con un
industrial septuagenario al que me presentaron como Gotto San (En japones, el
título de señoría “San” sucede al apellido). Éste evitó ir directo al tema del
equipamiento, en el que era todo una autoridad, hasta no terminar con una
especie de análisis estratégico. Me
habló del desarrollo industrial vertical y de la tendencia más moderna a
horizontalidad. Contó de que, en la
primera mitad del siglo, se crearon en Japón grandes consorcios que aspiraban a
producirlo todo dentro del mismo. De a poco fue imponiéndose lo de adquirir
piezas, insumos y servicios de empresas que se especializaban en algo que les
suministraban también a otras muchas compañías a precios mucho más bajos y con
mejor calidad que lo que a cada una le costaría producirlo.
De no ser por la horizontalidad, la manufactura de cualquier cosa
costaría hasta diez veces más.
Esta
clase magistral de economía, que no parecía tener nada que ver con el
equipamiento que yo le venía a comprar, traía un mensaje que me llegó alto y
claro. Gotto San me estaba alertando de que mi “misión vertical” era “misión
imposible”. La producción de un molde o
un troquel era sólo el final de un largo proceso que pasaba por varias fábricas.
Claro, que no me veía
regresando ante la corte de Castro con eso de que no existía en el mundo nada
parecido a una fábrica de moldes y troqueles y que siempre sería más barato y
mejor comprárselas a japón que tratarlas de fabricar en Cuba.
De tener tendencias suicidas, podría añadir que lo mejor sería permitir
un libre mercado donde se pueda concurrir libremente y que así, espontáneamente,
se producirían la miríada de pequeñas cosas que hacen falta para producir, por
ejemplo, un molde o, en otras palabras, que no se puede ser comunista y aspirar
a producir lo que Japón.
De manera que me tocó
hacerme el bobo con Gotto San y pedirle por favor, pasar a lo del equipamiento,
implicando que no iba a poder luchar contra lo inevitable. Ya con la consciencia
limpia por haber más que advertido lo absurdo del proyecto, concluyó diciéndome
que al día siguiente me mostraría lo que tenía para ofertarme.
Como
resumen a un intenso día dedicado al tema del equipamiento, Gotto San nos invitó
a comer en un suntuoso restaurant. Las ofertas de los equipos serían
oportunamente enviadas a la oficina de Taminori Baba, que actuaba como mi
corredor en el negocio, pero que ya, desde hacía años, éramos buenos amigos. De
manera que no quedaba para la comida ninguna discusión de tipo profesional, lo
que dejo tiempo para hablar de cosas personales y habiendo degustado ya los
entrantes, Gotto San me pregunta si era casado; le mostré mi billetera con una
foto de mi esposa y comenta que era muy bella. Baba
San, jocosamente, le dice al oído algo en japonés. Gotto San, sonriendo, me
traduce – Me dice Baba San que Ud. es conocido en el giro como “el hombre de la
mujer bonita” –.
Cierto
que mi esposa Mabel solía calificar para el epíteto, pero lo era en especial
para los japoneses. Es que tenía
pelo y tez japonesa, pero más estatura y los ojos grandes, parecía como escapada
de sus dibujos animados.
Gotto San, con una seriedad
que contrastaba con el tono de chiste imperante, me pregunta y – ¿Ud. la ama
mucho? – Le contesté que – muchísimo –. ¿Y se lo ha dicho? – a lo que contesté –
Se lo digo constantemente –. Ya visiblemente afectado, añade – Hace Ud. muy
bien, yo no puedo arrepentirme más el no haberlo hecho.
Ella murió sin que yo encontrara el coraje de decírselo. –
El ambiente se volvió sombrío y Gotto San continuó –
Ud. dijo admirar mi poder y riqueza, pero cuando Ud. termine de hacerme aún más
poderoso y rico, se montará en un avión, volará hacia su esposa y allá volverá a
decirle que la ama. – ya asomaba una lágrima cuando preguntó – ¿Quién es el más
rico?
Fue entonces que, en ese
estilo de japonés de la mayor de las humildades, nos pidió que si le podíamos
hacer el honor de aceptar su hospitalidad esa noche.
Baba San, le dijo de la dificultad con nuestro pasaje para Tokio.
Secándose la lágrima con la servilleta,
llamó con un gesto a su secretario que esperaba alejado de la reunión (es la
usanza) y le ordenó que se hiciera cargo de pasajes o cualquier otro
impedimento. Ya eso no era parte del
negocio, fue algo personal. Nos
fuimos del restaurant con él en su Roll Royce, cuando llegamos a su casa, Gotto
San se baja y se despide. Su secretario,
en voz baja, nos informa que su jefe le había dicho que estaba muy triste y no
sería una buena compañía para nadie. Como quería que nosotros la pasáramos bien,
nos llevaría lugar muy especial que él tiene para sus amigos al lado de su casa.
Aquella residencia dejó una
marca indeleble en mi memoria.
Nadie tiene el cuidado al detalle de los japoneses y ese lugar tenía una
sorpresa agradable en cada rincón.
La antesala estaba decorada
con un Renoir original y en el resto de la mansión no había un recodo al que le
faltara una obra de arte japonés u occidental. Las habitaciones estaban
dispuestas alrededor de un patio central con un jardín japonés, que combinaba
cerezos y manzanos con cascadas y lagunas, donde nadaban carpas multicolores. No
acababa de acomodarme en mi habitación y una de las sirvientas viene con una
Yukata (una bata de casa estilo japonés), Baba San viene en mi auxilio y me
explica que ella estaba esperando que me la pusiera para guiarme a los baños. Ni
siquiera había podido percatarme que en esas habitaciones no había duchas, eso
no me jugaba con todo aquel lujo. El detalle era que los baños de aquella
residencia eran de aguas termales, cada uno tenía una especie de pequeña piscina
natural alimentada por una cascada que fungía como bañadera, más aún que el
museo de arte, eran precisamente esos baños el encanto especial de ese lugar.
De esto hace ya más de
treinta años y no he vuelto a ver nada como el Palacio de Gotto San.
¿El
resultado de la misión? Bastó el primer encuentro con los industriales japoneses
para hacer patente que la tal "Fábrica de Moldes y Troqueles" y una "Planta
Huevacia" eran entelequias del mismo género. No existía en Japón ni en ningún
otro país del primer mundo nada semejante a una fábrica de algún tipo de moldes
o de algún tipo de troqueles. Los moldes y troqueles eran el producto de un
desarrollo horizontal y no vertical como aspiraba Pedro Miret, miembro del Buró
Político para la industria y la tecnología. Por ejemplo, un molde para la
inyección de PVC arrancaba por una compañía que fundía bloques de acero
inoxidable, esos bloques eran tanto para moldes, como para muchos otros destinos
industriales; los que diseñaban el maquinado CNC de los moldes explotaban su
base de cómputo, no sólo con moldes sino para otros proyectos también; las
compañías de maquinado que fresaban los moldes hacían también piezas para
prototipos industriales entre otras tareas. Los moldes para estampado en frío
era otra historia similarmente compleja, con otras compañías y con otro
equipamiento. Pero a la lista de las largas historias empezaba a no vérsele el
fin: había troqueles de ponche, estampado en caliente, etc., etc... Casi que
había que comprarse a Japón para poder disponer de algo así como una fábrica
capaz de producir cualquier molde y cualquier troquel. Por caro que pareciera la
importación de estos moldes, las necesidades de nuestra industria no
justificaban ni siquiera partes pequeñas de esos procesos.
El informe de aquella misión
no debe haber hecho demasiado feliz al consejo de estado y menos al Comandante
Miret. Él hubiera preferido una asesoría típica socialista, que le aconsejara el
comprar una fundicioncita de acero inoxidable; una plantica de fresadoras CNC,
con ese número de ejes insuficiente que el CoCoM hubiera permitido que se nos
vendiera; un programita de CAD-CAM que le hubiéramos improvisado en EICISOFT;
etc. y que me hubiera abstenido de hacer esos horribles estimados de
amortización al peor estilo capitalista. Fue esta la última vez que me usó como
asesor. Sin embargo, no creo que la fábrica de moldes y troqueles haya sido la
última de sus ideas.
No estaría en mi naturaleza
dejar que estos cuentos terminen, como la música triste, en un acorde menor.
Este lo calificaría de costumbrista o de pura comedia.
Sucedió en un viaje que hice a Japón en 1986 como parte de un esfuerzo de
EICISOFT de exportar software a ese país.
Estas operaciones las hacíamos a través de Medicuba, empresa de comercio
exterior del ministerio de Salud Pública, cuyo director, Orlando Romero, era uno
de nuestros principales padrinos.
Terminando
con la descripción del escenario viene el protagonista, el recién nombrado
representante permanente de Medicuba en la Oficina Comercial de Cuba en Tokio,
llamémosle Pepe. Acababa Pepe de llegar hacía apenas una semana y aun no sabía
manejar en Tokio. Para un cubano,
esto último no cosa trivial, baste imaginar lo que sería manejar por una de esas
estrechas calles de la Habana vieja, como por ejemplo, Obispo, con timón a la
derecha, doble sentido y parqueo a ambos lados...
en fin, que aún había que llevarlo y traerlo.
La noche anterior al día del
cuento, Pepe había estado de guardia en la Oficina Comercial.
Sí, porque en todas las misiones de Cuba en países capitalistas siempre
alguien debía permanecer de guardia, por si el imperialismo...
Como no existía antecedente que justificara aquello, no podía evitar que
esas guardias me recordaran aquellas "imaginarias" con que se acostumbraba a
castigar las indisciplinas menores en las escuelas militares... ¡Elemento! de
las cero 900 a las mil 200 horas, va a cuidar Ud. que ese árbol no se me mueva
de ahí.
Volviendo al pobre Pepe, por
la mañana, como no había quien lo llevara a su casa y en Tokio todo el mundo
vive lejos, le ofrecí mi habitación del hotel para que descansara de su
"imaginaria". Pepe acepto gustoso y
partió hacia el hotel IBIS que estaba a unas cuadras de la Oficina Comercial en
el barrio de Roppongi. Lo que él no
sabía, ni yo sabía que él no sabía, era que el día anterior, a mi solicitud, el
hotel me había cambiado de habitación para una con televisión bilingüe.
Pepe llegó a la carpeta y pidió la llave por el número de mi habitación
original, siendo ésta ya la de otra persona. En
Japón nadie duda de la palabra de uno, si alguien pide una llave es porque tiene
derecho a hacerlo.
Sin
fijarse demasiado Pepe entró en la habitación, realizó todas sus operaciones de
aseo y se acostó a dormir. Algo no
le dejaba conciliar el sueño sin que lograra darse cuenta de lo que era, cuando
de pronto lo golpeó… ¿Dónde está la pacotilla? Se levantó de un salto y comenzó
a registrar closets y gavetas… definitivamente, aquel cuarto estaba desprovisto
de toda esa mercancía barata, ropa, electrodomésticos ligeros, etc. que todos
cubanos, sin excepción, iban comprando con el dinero de su dieta para llevar a
sus casas en Cuba y que solían llamar "Pacotilla".
Estaba claro, aquella habitación no era de ningún cubano, sin terminar de
despertar completamente, recogió todas sus cosas, trató de borrar toda huella de
su presencia en el cuarto y huyó de allí despavorido temiendo el encuentro con
el verdadero huésped. Bajó a la
recepción y esta vez, en lugar de un número de habitación, mostró una tarjeta de
presentación mía y le dieron otra llave, en esta ocasión, la correcta.
Entró a mi habitación y una
vez que comprobó la existencia de pacotilla, exhaló un suspiro de alivio y se
dispuso a entregarse a su merecido y reparador sueño.
Pepe
durmió varias horas hasta que regresé de la oficina y lo desperté.
Enseguida comienza a contarme de su aventura como protagonista de una
nueva versión de "Ricitos de Oro", pero noté que su voz sonaba extraña, como con
demasiadas efes, con un cercano parecido a aquel personaje del teatro bufo que
gritaba… "por efo eftamof como eftamof".
Cuando sonrió la cosa quedó clara, Pepe no tenía un sólo diente en
aquella boca, pero con la dentadura postiza no lo había notado hasta ese
momento. Dándose cuenta de que lo
miraba raro, sin terminarme el cuento, se excusó y partió hacia el baño a
ponerse los dientes, de pronto… un grito de espanto... "¡¡¡lof dientesf !!!, sfe
me quedaron losf dientef". Todavía
sin comprender, de manera atropellada me escupe aquel cuento, en lo que me
halaba por el pasillo en pos de la habitación en la que había entrado por
equivocación. Sin éxito traté de
escapar de aquella situación ridícula, preguntándole porque tenía que ir yo con
él, pero se trataba de que no se sentía seguro con su inglés para esa
trascendental gestión.
A
jalones y empujones llegué ante la puerta del transgredido japonés a la que
toqué tímidamente, segundos más tarde entreabrió la puerta el transgredido con
una sonrisa abundante en dientes y se inclinó japonesamente o como decíamos los
cubanos, "dándonos lomo". Acto
seguido comenzaba a explicar aquella increíble situación. La historia avanzaba
en mis labios y el transgredido, no decía nada, sólo mantenía la misma sonrisa
conque abrió la puerta. Una vez
concluida la penosa parte de la trasgresión, viene el puntillazo, "but you see…
he left his teeth in your room", eso Pepe lo entendió y apoyó mi explicación
apuntando con su dedo hacia sus desnudas encías mientras le ofrecía una sonrisa…
patética. Al parecer eso fue lo único que el transgredido logró o quiso entender
de toda mi diplomáticamente larga intervención y fue entonces que dijo
aquello
de…
Fulontu Desku…
Ahora era yo el que no
entendía nada - ¿What? - y era yo el que ahora apuntaba hacia la boca de Pepe,
que apoyaba mi gestión volviendo a enseñar sus encías.
El japonés repetía - Fulontu Desku - y apuntaba hacia abajo ... - ¿¡you
dropped the teeth!? -. El japonés
apelaba a toda su mímica mientras repetía "Fulontu Desku".
Hubo un momento en que hizo como quién atendía un teléfono y en medio de
aquello que se enredaba cada vez más, se me hizo la luz… "disku dulaivu" es disk
drive, dicho por un japonés, MacDonald es "MacDonaldo", la línea del metro Grey
Ring es "Guley Lingu”, el hotel IBIS mismo era “Áibisu”
¡Coño! "Fulontu desku" era Front Desk.
El trasgredido ya había enviado los dientes la carpeta del hotel.
Le dimos muchísimos lomos al trasgredido al tiempo que nos alejábamos
hacia el Fulontu Desku.
Cuando llegamos, empecé por
la misma explicación. Aquel japonés
detrás del Fulontu Desku no mostraba indicios de saber de qué se trataba y vi
que amenazaba con repetirse la misma ridícula escena del cuarto del
transgredido, me detuve y apunté hacia la boca de Pepe, que gentilmente me apoyó
con una patética… sin dejar escapar el más mínimo gesto de absolutamente nada,
se retiró hacia una oficinita y regresó con una bolsa plástica conteniendo una
dentadura postiza. Al verlo Pepe
puso una patética de oreja a oreja que aquel japonés respondió con un par de
lomos y Pepe le devolvió una decena ellos en lo que nos retirábamos.
Es curiosa la forma sutil
que tienen los nipones de gozar un buen ridículo, repasando el incidente, me
percato de que tanto el transgredido como el carpetero, sabían que se trataba de
lo de la dentadura postiza desde el momento mismo en que nos presentamos ante
ellos. Un occidental no hubiera
podido resistir la tentación, de demostrarle a la víctima, que su ridículo no
había pasado inadvertido. De sólo
verlo aparecer, un cubano, por ejemplo, le hubiera espantado algo como..."así
que loj dientej ¿no?", un británico..."Mr. Teeth, I presume?, un español...
"vive diosh ¡shi esh el tio de losh dientesh!", pero el japonés, mucho más
sutil, saca el máximo provecho de la situación con sólo callar y esperar, esto
obliga a la víctima a explicarle su ridículo, logrando que haga otro peor aún.
La superioridad del "vacile" japonés, se me hace evidente.
De mi breve relación con
Pepe sólo recuerdo este episodio, si alguna vez lo volviera a ver… pueda que ni
lo reconozca, a no ser que se quite los dientes.