Tuve la fortuna de ir a esa
tierra unas ocho veces por períodos rara vez menores de un mes. El viaje era
demasiado caro y penoso para estar allí sólo unos días. Los cubanos que viajaban
a Tokio lo hacían a través de Moscú, lo que implicaba estar unas dieciocho
agotadoras horas montados en un incomodísimo IL-62.
Por suerte, una vez que establecí mis contactos allí, estos lograban
cambiarme esos pasajes de Aeroflot por unos equivalentes en JAL y las últimas
veces regresé por México en la clase ejecutiva de un Jumbo-Jet de Boeing.
Los que aman socialismo
creen en la capacidad de ese sistema para crear un “hombre nuevo”. Uno que
trabaja por una cuestión de honor, con una honestidad y comportamiento social
irreprochables, aunque la realidad haya sido que aquellos que se desarrollaron
bajo regímenes socialistas, terminaron con comportamientos corruptos y
antisociales. ¿Qué es lo más
parecido a ese “hombre nuevo” que he conocido? …el japones de la década del 80.
A continuación relato algunas experiencias antes que la senectud logre borrarme
la memoria.
La primera vez que fui a
Japón en 1981, a mi llegada al aeropuerto de Narita, me dieron un papelito con
unos breves consejos para aquellos que venían de Occidente: Recuerdo
especialmente un par de ellos:
•
No dé propina. Esto resulta un poco ofensivo
puesto que se interpreta como que el servicio ha sido insuficiente y Ud.
requiere de algo que no ha recibido.
•
Es común en otros lugares que se aconseje no
salir de noche, no caminar sólo o evitar algunos lugares.
Aquí en Tokio puede usted caminar solo o acompañado a cualquier lado y a
cualquier hora. Aquí eso del asalto callejero es inaudito. Recuerdo las palabras
exactas, “Mugging is unheard of”.
Guardé el papelito y
recuerdo que comenté sobre ese último punto en la Oficina Comercial de Cuba como
que eso tenía que ser una exageración. Alguien allí me respondió que, en efecto,
nunca había oído hablar de un asalto callejero en todos los años que llevaba
allí y que eso no le extrañaba porque - “aquí cualquier chinito descomío, de
esos que parecen unos infelices, te puede mandar al hospital o directo la
morgue, sin hacer esa escala,”.
Años después, estando de
nuevo en Tokio, supe del triste caso de un karateca del equipo nacional de Cuba,
al que habían mandado a Japón a obtener algo así como un Tercer Dan.
Se fue a celebrar su reciente graduación con algunos de sus compañeros y
se emborrachó. La nota le dio por meterse con una parejita que estaba en el
lugar. En un momento que el novio temió por la integridad física de la muchacha,
le puso un aguacero de golpes al Tercer Dan y este terminó en el hospital. Ya
convaleciente, el novio se apareció en su habitación con flores y, bajando la
cabeza, en esa ceremoniosa inclinación a la que los cubanos llamábamos “dar
lomo”, y le imploro su perdón por haberse excedido.
En
una tienda, un restaurant o en cualquier lugar, notaba que, si uno se dirigía al
alguien, muchas veces esta persona corría hacía uno y, aunque estuviera cerca,
siempre hacía el ademán de correr. Me explicaban que cuando un joven era
interpelado por alguien mayor en edad o jerarquía, era de muy mala educación el
no hacerlo.
El
respeto iba en ambas direcciones, por las mañanas veía los niños ir a sus
escuelas. Todos iban igualmente uniformados, muchos caminaban en grupos. Cuando
iban a cruzar la calle, levantaban sus manitos mientras corrían en el lugar y en
cuanto lo hacían, aquel inmenso tráfico de Tokio se congelaba hasta que el
último niño no tuviera sus dos pies en la otra acera y estos lo hacían
corriendo, en muestra de consideración. Muy distinto a como es aquí en los
Estados Unidos donde se requiere de policías y personal auxiliar para detener el
tránsito y entonces, esos niños se toman desafiantemente todo su tiempo para
cruzar, como diciéndole a los conductores que esperan “a mi tienen que
rendirme”.
Dejar
el vuelto en Japón era peor que dar propina, pues ésta última, el japonés puede
rechazarla y ahí termina la cosa. Dejar el vuelto y marcharse, eso le creaba un
problema a cualquier dependiente japonés. ¿Qué va a hacer entonces con ese
dinero que no era de él? ¡tremendo dilema!
Mis primeros viajes a Japón
los hice con quien era mi jefe entonces, el director de la empresa EICI, Antonio
Evidio Días González, alias Villo, que había estado allí muchas veces.
Había un barrio en Tokio
llamado Akihabara, donde se vendía, tanto al menudeo como al por mayor, todo lo
concerniente a la electrónica y lo último en alta tecnología.
Los establecimientos allí tenían, comprimida a un mostrador, la mercancía
que pudiera ofrecer una tienda completa en América o Europa.
Un timbiriche promedio de Akihabara no tenía más que, digamos, unos 10-20
pies cuadrados, decenas de años de fundada, ofrecía garantía y es posible te
tuviera hasta licencia de exportación.
En
aquellos chinchales se desplegaba un increíble ingenio en su compactación y el
dependiente, que generalmente era el mismo dueño, lograba insertarse dentro de
aquello quedando totalmente rodeado por la mercancía.
Villo era un “jodedor
práctico” y una vez en que visitábamos ese lugar me dice ¿Tú quieres ver como
ese chino vuela por arriba de todo esto? … y con la misma, se fue sin recoger el
vuelto. Aquel pobre dependiente, ni
sé cómo hizo para salir de adentro de aquel mar de parafernalia electrónica,
pero no habíamos avanzado mucho cuando ya nos alcanzaba con el vuelto en la
mano.
En
aquellos mercados del barrio de Ueno en Tokio, había establecimientos a los que
yo llamaba “unidimensionales”.
Tenían uno o más mostradores larguísimos pero atendidos por una sola persona. La
mercancía descansaba sobre esos mostradores y era la usanza que la clientela las
tocara o si eran, por ejemplo, relojes o espejuelos, pues se los probaran. Si al
fin, alguien decidía comprar algo de lo allí expuesto, debía insistir en llamar
la atención de aquel dependiente, “Símasen, Símasen”, para que éste viniera a
cobrarle. ¿Cómo es que nadie se
llevaba nada? El hurto para un japonés era impensable, parece que tantos siglos
de cotarle los dedos a los ladrones dieron resultado y, a estas alturas, ya a
nadie se le ocurría llevarse nada sin pagar.
Me resultaba curioso no oír
a ningún cubano jactarse de haber hurtado algo de alguno de aquellos mercados y
una vez comenté esto con otro misionero y su respuesta fue - ¡Que va! Con estos
chinos nunca se sabe, cuando nadie lo hace es por algo -.
Todo esto asombraba a los
cubanos que en una ocasión pusieron una billetera en la que asomaba un billete
en la vía pública. Esta se podía
ver desde una de las cámaras de seguridad de la Oficina Comercial de Cuba.
Después de horas esperando que alguien
se la llevara, un japones se detuvo, la recogió y la puso en un lugar más
visible y donde nadie pudiera pisarla hasta que su dueño viniera por ella.
Yo
soy un tipo muy distraído y dado a perder todo aquello que no esté firmemente
sujeto a mi cuerpo. En mi primer
viaje a japón, llevaba una cámara réflex de lente grande, pero de factura
soviética, que una vez alguien me regaló.
No era gran cosa, pero daba el plante de ser cara, porque tenía un vago
parecido a una de esas buenas de Canon o Minolta. A los pocos días de llegar a
la ciudad de Nagano, la dejé en una mesa después de comer en un Mac Donald.
Caminaba erráticamente por aquellas calles comerciales cuando siento que
alguien me perseguía en un pequeñísimo scooter por entre la multitud, “Símasen,
Símasen”, me gritaba, mientras mostraba la cámara que pendía de su mano. Traté
de recompensarlo, pero de ninguna manera, me regaló varios “lomos”, una sonrisa
de muchísimos dientes y se marchó veloz en su scooter.
Esa cámara insistía en
perdérseme y, en el viaje de regreso a Tokío, la dejé en el tren. Descorazonado
lo comenté en la Oficina Comercial y me dijeron que llamara a la estación que
seguro alguien la había recogido y llevado al departamento de “lost and found”.
No puede ser, pensé, con toda la gente que estaba en ese tren alguien se la
tiene que haber llevado. No obstante, allí estaba esperando por mí.
Acababan
de salir las máquinas de coser con microprocesadores y enterado de esto quise
llevarme una para estudiarla en EICISOFT. Pregunté en la Oficina comercial si
conocían de alguna firma de máquinas de coser y me dieron una información
promocional de una firma que hacía tiempo les había llegado. Sus representantes
se personaron allí y me mostraron catálogos de sus productos. Eran más bien
máquinas industriales cuyas prestaciones y precios se iban por encima de mis
requerimientos. Unos de esos representantes, dándose cuenta de lo que buscaba,
me recomendó un producto de la firma Brother, que era su competencia. Me
atreví
a preguntarles que si eso de recomendar un producto de otra firma no perjudicaba
a su compañía y recibí esta respuesta – “todo lo contrario, ya que esto nos
asegura de que si alguna vez usted necesitara una máquina industrial, vendrá a
nosotros por haberle sido honestos”.
Compré una cámara Kodak
Colorburst 250 en la tienda Mitsukoshi del barrio de Ginza, pero llegó rota a
Cuba. Al año siguiente regreso a Japón y me sugieren llevarla en el viaje y
reclamar la garantía. El chance del reclamo era mínimo, porque no tenía el
comprobante, pero ¿qué me costaba intentarlo? Me presento en el mostrador en que
la compré y explico lo que me pasó, otro dependiente que me escucha le dice a la
que me atendía que él se acordaba de mí cuando la compré. Su palabra o quizá
hasta la mía hubiera sido suficiente, me dieron una nueva del último modelo que
ya había salido.
Si a un comerciante Ud. le
dice que ha visto el producto que está vendiendo más barato en otro lado, su
palabra le basta y si puede le hace la rebaja, o “disconto”, como suena en
japonés, si no, baja su cabeza y le dice avergonzado que es incapaz de competir.
En Japón se puede negociar, pero nunca “regatear’, ya que eso es ofensivo.
Un regateo implica que ese comerciante no está siendo honesto y que, a
sabiendas, le está cobrando más de lo que esa mercancía vale en el mercado. Si,
por ejemplo, Ud. hace una compra de cierto volumen y pide un “disconto” sobre
esa base, no es sólo admisible, sino que pueda que el mismo vendedor se lo
ofrezca sin Ud. solicitarlo, pero ofende si lo pide sin añadir una razón para el
mismo.
Me
gustaba escuchar especialmente una emisora americana de FM que, desde Plantation
Key en los cayos de la Florida, trasmitía mi música favorita, esa del llamado
“American Song Book”. Algunos
canales de TV en Japón trasmiten en la misma banda de frecuencias que la radio
de FM en América y, por eso, quise comprar una antena de TV japonesa para captar
la FM americana desde mi casa, que entonces estaba en La Habana.
Con ese objetivo fui a un
establecimiento de Akihabara que se especializaba en antenas.
Escogí una que me pareció la más adecuada para la inclemencia climática
habanera. Procedo al pago, pero el dueño, que se percata de que no soy japonés,
me aborda con la pregunta de dónde me proponía yo instalar esa antena.
Cuando le respondo, me dice que no podía vendérmela, ya que eso sería
permitir que me llevara de su tienda algo que no me iba a servir.
Tuve que convencerlo, basándome en la respuesta espectral y los patrones
direccionales que venían su documentación, de que mi proyecto era técnicamente
correcto y sólo entonces autorizó la venta. Le
simpatizó eso de que supiera algo de antenas y me regaló un filtro para aumentar
la selectividad de la que me llevaba, a fin que lograra un mejor ajuste a la
banda americana de FM.
Contrasta esto con el triste
final de aquella antena. Funcionó a las mil maravillas, pero al poco tiempo de
instarla en la azotea del edificio donde vivía, me la robaron.
En una oportunidad alguien
elogió el traje que vestía un empresario que nos recibía en su oficina pensando
que con eso lo halagaba y este le respondió - “Uno no se viste para lucir su
estado de bienestar, sino como una muestra de respeto a hacia las personas con
quien se reúne”. O sea, que
si un millonario que lo recibe a usted con un traje de $100, le está faltando al
respeto.
En los 80 ya no se podía
desarrollar electrónica digital, ni siquiera reparar aquellas primeras
microcomputadoras sin un buen osciloscopio.
Los que habíamos logrado conseguir en Cuba para EICISOFT tenían,
malamente, 10 MHz de ancho de banda, por lo que casi que trabajamos a la ciega.
En cuanto un dinero se hizo disponible, en unos de mis primeros viajes a
Japón, me propuse adquirir uno de 150 MHz, que era lo mejorcito que se ofertaba
entonces. La tal disponibilidad no era de efectivo, ni siquiera se trataba de
una cuenta bancaria contra la que pudiera emitirse un cheque, sino que estaban
en lo que se llamaba una carta de crédito irrevocable a cobrar contra documentos
de embarque. Lo que se traduce en
que no podía llegarme a Akihabara a comprármelo, sino que todo tenía que ser muy
formal a través de la Oficina Comercial de Cuba.
La firma Iwatzu consintió en
enviar un representante que se personó en dicha oficina con una carpeta de
catálogos. Se presentó como Hiro,
era ingeniero electrónico y hablaba muy bien el inglés.
Le simpatizó mucho el que yo conociera del tema de esos instrumentos,
parece que no era frecuente que sus clientes tuvieran la cultura técnica que el
haber sido profesor de electrónica en la universidad por unos diez años me había
dejado.
Terminada
la transacción, Hiro me invitó a una comida y allí me contó de que él, hasta
hacía poco, se desempeñaba como diseñador de osciloscopios en la fábrica, que
había trabajado en el desarrollo del tubo de pantalla de ese modelo que acababa
de comprar. Extrañaba su época de
diseñador y hubiera querido seguirlo haciendo, pero que era política de la firma
que después de los 35 años, los diseñadores pasaran a otras posiciones, como
ejecutivos, promotores, representantes etc. Estaba muy contento de poder
conversar con alguien de esos temas ingenieriles que aún lo apasionaban.
Le pregunté por qué no había
buscado ese tipo de trabajo en otras compañías. Me respondió que él sabía que
eso era común en occidente, pero no en Japón, donde se espera que el trabajador
le sea leal a la firma que lo emplea y que ésta le devuelve esa lealtad.
Añadía que Iwatsu nunca lo
despediría, aunque ya no lo quisiera de diseñador, siempre le buscaría algo que
hacer dentro de la compañía. Si yo tuviera algún problema de tipo legal, tendría
a mi disposición los abogados de Iwatsu y que cuando, ya viejo, no pueda
trabajar, me dará una pensión. Hiro
era de Iwatsu e Iwatsu era suya.
Una vez que Hiro me hizo
conocer de eso, lo observé reiteradamente en mis subsiguientes visitas y durante
una década, siempre traté con las mismas personas vinculadas a las mismas
compañías.
Nunca más compré
osciloscopios, no obstante, siempre que llegaba a Japón, llamaba a Hiro, el
representante de Iwatsu con quien había hecho amistad y acordaba alguna cita con
él. Durante una de esas comidas a la que siempre me invitaba, le conté de
nuestros proyectos en el tratamiento de imágenes médicas y me preguntó si
estaría dispuesto a exponer sobre este tema en su compañía.
Aquello me honraba muchísimo y por supuesto que acepté.
Preparé mi exposición, Hiro pasó recogerme al hotel donde me hospedaba y me
condujo a un edificio de la firma que contaba con un pequeño anfiteatro.
Este empezó a llenarse con personal técnico, que jefe de Hiro me iba
presentando. Terminada mi
exposición, dije sentirme muy honrado de que especialistas de ese nivel se
sentaran a escuchar a un plebeyo del tercer mundo como yo.
El jefe de los allí presentes, inclinándose japonesamente, me
respondió- Todo hombre sabe algo que uno no sabe y si él está dispuesto a
decírselo, no sería sabio el negarse a escucharlo, ¿verdad? -.
Había ayudado a instalar
unas computadoras en la embajada de Cuba y el entonces embajador, José Armando
Guerra Menchero, tuvo la amabilidad de, él mismo, devolverme en un carro al
hotel. No usó el Mercedes de la banderita, sino un “van” que manejó el mismo. En
el viaje, conversábamos de la naturaleza nipona, cuando decide hacerme una
demostración. Timoneó bruscamente a la derecha cerrándole el paso al conductor
contiguo, cuando éste le pasó por el lado, no le gritó los improperios de rigor,
ni le hizo los gestos obscenos que serían de esperar cuando semejante “cañona”
ocurre en occidente. Al contrario, le sonrió y bajó la cabeza en reverencia.
Guerra, pasó a explicarme - esa persona, no concibe que yo haya hecho eso para
ofenderlo o lastimarlo, en cambio, considera que yo debo tener algún problema
muy grave que me hace comportarme de esa manera y que soy más bien digno de
lástima -.
Yo soy
de los que los cubanos llaman “alondra”, significando aquellos que se suelen
acostarse y levantarse temprano. En contraste con las “lechuzas” que son los que
se acuestan y levantan tarde. El
ser alondra me permitió presenciar lo que pocos han visto, aun habiendo visitado
Japón y es porque es un espectáculo que sólo pueden disfrutar aquellos que ya
están en la puerta cuando abren las tiendas por departamentos, como esa de
Mitsukoshi, en la intersección de Ginza 4 Chome
(que suena como Guinza y no Jinza, como uno leería).
Toda
la empleomanía de la tienda se acomodaba bordeando los pasillos que daban a las
puertas de acceso. A la hora en
punto, éstas abrían y la clientela era recibida con grandes reverencias por
parte todos los empleados, desde el más humilde conserje, hasta el gerente de la
tienda.
Me explicaba mi buen amigo
allí, Taminori Baba, que todos los que participaban en esa ceremonia eran
plenamente conscientes de que, esos a quienes recibían, eran los que mantenían
el bienestar de sus familias y agradecían su presencia de todo corazón.
¿Por qué los japoneses
tienen eso tan claro y los occidentales no? No ya en el socialismo en que el
cliente es una molestia y su salario no depende en lo absoluto de la calidad del
servicio que estos reciban. Es que, aun en el capitalismo, no resulta fácil,
para un empleado de la tienda, ver que su bienestar no viene de su jefe
inmediato, ni del de más arriba, ni del sindicato, sino del cliente.
Ese, que el día que no regrese a la
tienda, no habrá más bienestar para nadie.
La
demanda hizo que los viajes a Japón multiplicaran su frecuencia y fui tres veces
entre 1983 y 1984. Los viajes a Japón constituían verdaderas escuelas, no sólo
regresaba con parafernalia de último minuto sino con conocimientos que sólo
podían obtenerse por experiencia directa. Pero para obtener tanto cosas como
conocimientos, no bastaba con ir a Japón con dinero, eso lo habían hecho otros
antes que yo sin obtener resultados ni siquiera cercanos. Era necesario tener
contactos y el contacto clave para EICISOFT fue Taminori Baba, el presidente de
Kyodo Trading.