Por Armando Rodriguez
Dicen que nadie se olvida de
su primer beso y a mí no se me ha olvidado, pero mi caso pudiera no servir para
corroborar la estadística…
El beso como tal,
técnicamente, sería hasta dudoso contarlo como tal, ya que en el estuvieron
ausentes el amplio intercambio de fluidos normalmente asociados a esa acción.
Fue en la boca, pero como uno de los que se dan en la mejilla, un poco más
prolongado, quizá, pero ni tanto. María Eugenia Puebla, ese era el nombre de
aquella primera “novia”. Sí, porque
en nuestro lenguaje no existían mejores términos, como en inglés que está el de
“date” o el de “girl-friend” y que calificarían mejor aquellas relaciones entre
adolecentes de 13 años, pero era “novia” el término que usábamos, mimetizando
quizá a ese grupo de los mayorcitos, al que aspirábamos,
pero que
por “fiñes”,
no calificábamos.
El escenario fue dentro del
extraño microclima del jardín del Edificio FOCSA. Ese edificio tenía 371
apartamentos y ese “jardín” era como una especie de parque que incluía dos
piscinas. La magia de aquel jardín era como la del parque de un pueblo chiquito
pero en el medio de La Habana. Había, por tanto, un grupo enorme de muchachos y
todos nos conocíamos. Vivía en ese edificio desde 1957 y ya llevaba dos años
conviviendo con aquel grupo de fiñes que se asomaba a la adolescencia. Con tanto
muchacho, todos los días había una fiesta y si no, tan sólo bajar a aquel
jardín, era una fiesta.
Volviendo al tema del beso,
yo iba tanto física como emocionalmente atrasado respecto al resto y eso no me
hacía especialmente atractivo a aquellas muchachitas que me enloquecían. Me
gustaba especialmente una niña llamada Silvia Meso, pero ésta desarrolló rápido
como flor en primavera y ya ni se dignaba a mirarme. Posiblemente María Eugenia,
tenía sus ojos en algo mejor, pero aquella noche encantada parece que era yo lo
único disponible y se transó por experimentar conmigo.
El “noviazgo” no duró para
siquiera ser de general conocimiento, María Eugenia a los pocos días se aburrió,
quizá de que aquello no pasara de esos tontos besitos y me botó. No obstante,
sin que pudiéramos evitarlo, ya éramos algo especial uno del otro.
En enero de 1959 llega la
Revolución a romper el encanto de aquel jardín. Algunos de mis amiguitos
desaparecieron junto con sus familias con el amanecer de aquel primero de enero.
Otros, como Tony, mi vecino de los bajos, cuyo padre era oficial del
ejército constitucional, al que rápidamente aprendimos a decirle, el ejército de
Batista, apenas quería salir de su apartamento.
Aquel grupo de niños y adolecentes, imbuidos del fervor de aquellos
primeros días de revolución, sometían al aislamiento a aquellos que podían
asociarse a lo batistiano, como el pobre Tony. Hoy me alegro de no haberme
sumado a aquello, Tony subía a mi apartamento por la escalera de atrás, para no
cruzarse con nadie cuando venía a jugar conmigo.
El papá de María Eugenia,
Emilio Puebla, era oficial de la Marina de Guerra. Curiosamente, María Eugenia
no sufrió el mencionado aislamiento en los primeros meses, sólo después del 30
de Abril… el Che fusiló a su Papá después de unos breves días de detención en La
Cabaña. Cuando María Eugenia volvió al grupo después del fusilamiento, no
recibió el pésame o la solidaridad de sus antiguos amigos. Cuando regresaba de
ese primer “repudio” a su apartamento, me cruzo con ella que entraba al elevador
del que yo salía, me miró y en mi cara, que debió haber reflejado total
confusión, vio algo que puso en la de ella una que me decía “¿y tú también?”.
No la vi más hasta un día,
meses después, que me crucé con ella en el Lobby del FOCSA, se iba del país con
lo que quedó de su familia, no me atreví a despedirme explícitamente, no debía
tenerle afecto a una batistiana, pero se lo seguía teniendo… cuanta confusión.
Era ella la que ahora me daba una mirada
que hasta hoy me fue indescifrable.
Ya yo empezaba ser víctima de ese mecanismo de deshumanización hacia aquel que
no abrazara la Revolución e idolatraba a su líder, esa que se nos venía
inculcando a través de la propaganda.
Aquella mirada fue de lástima, María Eugenia, aun en medio de su dolor,
me compadecía…