El hueco

 

Kiko Arocha

 

Es curioso que un simple agujero de 15 centímetros de diámetro pueda cobrar tanta significación. Horadaba el piso en un rincón al que apenas llegaba la luz, y de ahí su atributo misterioso, si se quiere, tétrico. Debido a la oscuridad no lo noté al llegar. Pero al preguntarme dónde haría mis necesidades y encaminado por la fetidez, lo descubrí cuando me agaché con la nariz tapada, ya algo acostumbrado a la falta de luz. El hedor daba dolor de cabeza y una repugnancia que sentí en un lugar recóndito, a término medio entre la raíz de la nariz y la garganta, un poco pegado al cerebro. Donde se siente la náusea.

 

No fue sino hasta pasados unos días que hice un feliz descubrimiento. Extendiendo sobre el hueco un pedazo de trapo arrancado a la frazada de limpiar el piso cada mañana, más bien cada madrugada, desaparecía el mal olor. Sentí una euforia infantil.

 

No pasó mucho tiempo sin que el hueco mostrara su perversión. Encontrábame bañándome encima de él a la hora que ponían el agua, en puntillas por el asco que sentían mis pies desnudos al tocar el gelatinoso piso, cuando de pronto se me resbaló el jabón. Ni el más rápido de los reflejos hubiera sido suficiente para atraparlo. Debido a la conicidad del piso alrededor del hueco, el jabón se perdió en la negrura antes de poder ni verlo. Mi desconsuelo no tuvo límites.

 

¿A qué tanta ñoñería por un pedazo de jabón? Explico: era mi única pertenencia y el baño mi única satisfacción en aquel pegajoso agosto. Amén de que era difícil conseguir otro pedazo de jabón. Lo pedí y lo que obtuve fueron una groserías groserías humillantes: "¿qué tú te crees?, aquí no tenemos fábrica de jabón". Dicho en el peor de los tonos. La sangre se me agolpó en la cabeza y mi intención fue aplastar verbalmente al cretino... pero en ese caso no recibiría el jabón. Tenía ante mí dos caminos: el de Giordano Bruno, que no abjuró ante la inquisición y fue quemado vivo, o el de Galileo Galilei, que renegó y pudo seguir viviendo para prestar servicios a la ciencia durante el resto de su vida. Opté por callarme. Para justificar mi cobardía pensé que era un incidente intrascendente y que mi honor de macho quedaría a salvo porque nadie se enteraría. Me tiraron otro jabón.

 

Nunca nadie atrapó un jabón de forma más inteligente para bañarse, pero no fue suficiente, en pocos días perdí dos pedazos de jabón más. Aunque no fue fatal porque había cortado el jabón en muchos pedacitos, no podía seguir perdiendo. Al fin tuve una idea genial. El pedazo de trapo no lo quitaría para bañarme aunque se acumulara el agua. Tapándole la boca al monstruo impediría que se tragara mis jabones aún cuando cayeran al alcance de su fauce.

 

Volví a la felicidad por algunos días. Una tarde, mientras me bañaba, oí un sonido que no se borrará jamás de mi mente. Fue una especie de ronquido, de eructo gigante combinado con el de una succión poderosa. Miré hacia abajo con temor y quedé pasmado El hueco se había tragado el trapo que lo cubría. Me sentí desolado. ¿Sería posible que  un simple hueco de 15 centímetros de diámetro venciera a un ser humano? Hice un esfuerzo para pensar serenamente. Después de un análisis riguroso decidí que el trapo se había rendido a la avidez del hueco por no haber suficiente fricción entre el tejido y el piso. Con un trapo de mayor tamaño – más área, mayor fricción– la cosa cambiaría.

 

Me costó algunos días acumular el valor necesario para robarme el trapo. ¿Y si se daban cuenta ? Por fin lo hice. Un amanecer en que me arrojaron una frazada excepcionalmente grande después de la rociada del piso con creolina, la dividí en dos y me quedé con una mitad. La otra porción la estiré lo más que pude sobre el palo de trapear. No se dieron cuenta. Tapé ansiosamente el monstruo insaciable y respiré tranquilo. Esta vez frustré su apetito ¡Había vencido!

 

Este relato verídico lo escribí en una granja de trabajo esclavo en Isla de Pinos, en 1969. Me sucedió en la celda No. 8 de Villa Marista, en el mes de agosto de 1968.